Ángeles Mastretta |
Héctor Perea y Gabriela Valenzuela Navarrete son los impulsores de un proyecto sobre el cuento mexicano, iniciado en 1996 dentro del Sistema Nacional de Creadores de Arte (FONCA) y el Centro de Estudios Literarios (UNAM).
Reproduzco la introducción de Perea sobre la narrativa mexicana en el cambio de siglo , por la que desfilan autores de la talla de Juan Rulfo, Jorge Ibargüengoitia, Alfonso Reyes, Carlos Fuentes, Juan José Arreola, Ángeles Mastretta, Carlos Montemayor (1947), Bernardo Ruiz (1953), Daniel Sada, Juan Villoro, Álvaro Ruiz Abreu (1947), Ana Clavel (1961), Guillermo Samperio (1948), Rosa Beltrán (1960), Carmen Leñero (1959), Carlos Chimal (1954), Fabio Morábito, Alberto Ruy Sánchez (1951), Jesús Gardea (1939), Agustín Monsreal (1941), Marco Antonio Campo...
En fin, lo mejorcito de la narrativa breve mexicana.
En fin, lo mejorcito de la narrativa breve mexicana.
Este ensayo de Perea nos ayuda a comprender de dónde viene el cuento mexicano y hacia dónde va, cuáles son sus claves y cuáles algunos de los nuevos narradores más interesantes.
(Fuente: Artes e Historia México. Cinco décadas del cuento mexicano).
(Fuente: Artes e Historia México. Cinco décadas del cuento mexicano).
Introducción
Héctor Perea
La narrativa mexicana en el cambio de siglo
Tenemos que ir vestidos de murales mexicanos. Más vale asimilar eso de una vez.
Con la interpretación llana de estas frases de Carlos Fuentes (1928) podríamos iniciar la presente incursión en la narrativa mexicana de la segunda mitad del siglo XX, narrativa que ha aportado nombres como los de Martín Luis Guzmán (1887-1976), Alfonso Reyes (1889-1959), Julio Torri (1889-1970), Agustín Yáñez (1904-1980), Juan de la Cabada (1903-1986), José Revueltas (1914-1976), Juan Rulfo (1918-1986), Jorge Ibargüengoitia (1928-1983), Fernando del Paso (1935) o el propio Fuentes entre muchos otros. Pero esto no sería justo, pues como también sucede en el campo de la plástica mexicana --y ya lo sugiere el autor de Aura con un leve toque de ironía--, el panorama de nuestra novela y cuento excede con mucho al marco de los listados onomásticos o cronológicos comunmente asentados y que no van más allá de la consigna de unos cuantos autores. Libros como La sombra del caudillo, Pedro Páramo, Al filo del agua, La muerte de Artemio Cruz, Palinuro de México, Los relámpagos de agosto, siendo piezas capitales dentro de la literatura mexicana actual, han convivido -y en ocasiones ocultado involuntariamente- con otras grandes novelas como La obediencia nocturna, de Juan Vicente Melo (1932); El libro vacío, de Josefina Vicens (1911-1988) o Farabeuf, de Salvador Elizondo (1932), por mencionar sólo unas cuantas obras de muy distinto tono y estilo que quizá no han recibido la atención y promoción necesarias en el país o en el exterior o que han tardado demasiado tiempo en reeditarse.
Dentro del ámbito de la literatura mexicana contemporánea todos estos libros, y otros tantos desde luego, podrían considerarse como las piedras de fundación, las manifestaciones diversas, complementarias y en ocasiones opuestas de un plano narrativo que abarca tendencias de enorme variedad y fuerza. Son, además, en cierta forma responsables del enorme auge que vive hoy la narrativa en México a través de propuestas de escritura con altos índices de calidad y originalidad, de obras no siempre esperadas en cuanto a forma y contenido.
El cuento mexicano actual
La narrativa breve, la manifestación sólo aparentemente fácil dentro de este campo, tiene en México una doble cara: simboliza al objeto anticomercial por excelencia frente a los intereses implacables de los editores de libros, pero ha sido además, a lo largo del siglo XX y sobre todo en la segunda mitad en que nacieron y se consolidaron los proyectos editoriales mexicanos más importantes, el medio ultrainmediato de comunicación entre autores y lectores de publicaciones periódicas. En relación con esto último me refiero, en el ámbito de las revistas y suplementos, a la Revista Mexicana de Literatura, Plural, Vuelta, Nexos, México en la Cultura, La Cultura en México, Diorama de la Cultura, Sábado, La Jornada Semanal, etc.; y en el de los libros, a las editoriales Joaquín Mortiz, la colección Letras Mexicanas del Fondo de Cultura Económica, ERA o los departamentos editoriales de las universidades Veracruzana y Nacional.
Por otro lado, y a diferencia de lo que sucede en otros países, el cuento en México no representa el paso previo, el ejercicio necesario para la maduración del escritor y futuro novelista. Por algo autores tan disímiles como Carlos Fuentes, Elena Garro (1920), Salvador Elizondo (1932), José Emilio Pacheco (1939), Ángeles Mastretta (1949), Juan Villoro (1956), Bárbara Jacobs (1947), Daniel Sada (1953), Juan García Ponce (1932), Héctor Aguilar Camín (1946) o Sergio Pitol (1933), antes, durante y después de la aventura novelística han visto en el cuento al medio insustituíble de exposición de ciertos temas y de estudio de determinados personajes o ambientes.
Ahora bien, una de las características más evidentes de la narrativa mexicana breve de nuestros días es que no se concreta en una sola forma expresiva sino que está representada por muchas escrituras a la vez. Si por un lado el cuento sigue conservando dentro de algunas parcelas una afinidad con nuestras letras nacidas de la Revolución --con las directamente vinculadas al conflicto político, pero también con aquellas otras producto de la revolución cultural que significó el Ateneo de la Juventud y ramificaciones suyas como el grupo Contemporáneos--, con la literatura escrita dentro del espíritu nacional e internacional de experimentación y ruptura de la década de los años cincuenta, por otro ha venido renovando, dentro de esta tradición y fuera de ella, las formas y enfoques proyectados por momentos medulares de nuestras letras. También, si de tradiciones modernas se trata, los cuentos que a partir de mediados de nuestro siglo se escriben en México manifiestan muchas veces un claro cosmopolitismo no sólo en cuanto a lugares y costumbres asimilados sino también, y sobre todo, en cuanto a corrientes literarias y técnicas narrativas venidas de otras literaturas o que, partiendo de nuestras tierras, se desarrollaron en otras geografías para luego ser devueltas. Muchos de estos cuentos --y aquí recuerdo una vieja cita de Henry James reproducida por Carlos Fuentes en La nueva novela hispanoamericana-- manifiestan la cercanía del fantasma, o sea la convivencia con otras narrativas y artes, pues son "obras abiertas que no esquivan la contaminación a fin de asegurar la correspondencia".
Buena parte de la narrativa breve mexicana presumirá además la gustosa vinculación con propuestas surgidas originalmente en medios como el cine, la radio, el cómic, el guionismo televisivo, la pintura o la computación. Medios que, por otro lado, a lo largo del siglo se han venido contaminado entre ellos mismos y sin recelos. Cabría esperar influencias también, no sé si ya presentes, a partir del acceso cotidiano de lectores y escritores al medio más de moda: el internet, y a su mayor aportación, la escritura hipertextual.
Por todo lo anterior, sumergirse en los fondos de la cuentística mexicana de fin de siglo presupone hoy, paradójicamente y en muchos sentidos, un ejercicio de altos vueltos. Habría que otear a la distancia para no perder la perspectiva, pero también estar conscientes de que mientras miramos a lo lejos las páginas impresas seguirán creciendo a nuestros pies y podrían hacernos resbalar. Por otro lado, el que los libros de cuentos sean obras y al mismo tiempo compendios de otras obras, si bien más breves que el todo en absoluto menores, me lleva a pensar que quizá fuera más adecuado, dentro de un ensayo de corte general como el presente, no hablar tanto de volúmenes como de algunas narraciones y de unos cuantos escritores valiosos por la obra realizada o interesantes por la que prometen. Esta postura se vería reforzada, primero, por el hecho de que buena parte de la cuentística mexicana sobresaliente, en mi opinión, no ha dado y quizá no dará nunca libros en forma, y por lo mismo quedará relegada al campo de las publicaciones periódicas o al limbo de lo inédito. Pero responde asimismo a otro hecho, y es que en la actualidad pocos son los libros mexicanos de este género que logran mantener el mismo nivel de calidad en todas las narraciones incluídas, a diferencia de lo que alguna vez sucedió con volúmenes de Juan Rulfo (1918-1986), Juan José Arreola (1918) o el mencionado Carlos Fuentes.
El referido e incesante ir y venir del cuento a otros campos literarios --entre los que siempre ha tenido especial importancia la traducción-- lo han practicado muchos de los autores más relevantes de la narrativa contemporánea mexicana, sin dudar de que la cuentística pudiera ser un medio con posibilidades extraordinariamente expresivas. El cambio de registro, en ocasiones extremo, salvo excepciones e intenciones en este sentido, no ha supuesto por lo general una contaminación de géneros. Quizá los casos más claros al respecto sean los de José Emilio Pacheco, Juan García Ponce o Salvador Elizondo; y, más recientemente, los de Vicente Quirarte (1954), Jaime Moreno Villarreal (1956) o Fabio Morábito (1955), cuentistas pertenecientes a distintas generaciones que han podido abarcar un espectro amplio en verdad frente al ejercicio paralelo de formas literarias.
En los últimos años del XX y el inicio de este siglo autores como Ángeles Mastretta, Carlos Montemayor (1947), Bernardo Ruiz (1953), Daniel Sada, Juan Villoro, Álvaro Ruiz Abreu (1947), Ana Clavel (1961), Guillermo Samperio (1948), Rosa Beltrán (1960), Carmen Leñero (1959), Carlos Chimal (1954), Fabio Morábito, Alberto Ruy Sánchez (1951), Jesús Gardea (1939), Agustín Monsreal (1941), Marco Antonio Campos (1949) y varios más que omito para no hacer de este párrafo un simple listado, han escrito piezas sueltas, muy distintas entre sí, que demuestran el grado de madurez alcanzado por la narrativa breve entre los escritores mexicanos más o menos recientes, algunos muy poco conocido dentro y fuera de su propio país. Estos y otros tantos narradores y narradoras pertenecen al plano de generaciones que tanto con el declinar del siglo pasado como ahora se encuentran en plena actividad y que, por mérito propio, han dejado ya una huella dentro de la historia reciente de la cuentística mexicana.
Humor y, sobre todo, ironía de carácter muy diverso descubriremos entre las principales características de la cuentística mexicana de entresiglos. El gusto por la farsa y la parodia cultural llegan a adoptar en ocasiones la máscara del carnaval. Pero además veremos un acercamiento crítico al entorno citadino, el más grande y complejo del mundo, enfocado sobre todo en el tema de la urbe considerada como escenario de la vida y de la muerte, del erotismo y el amor --o lo que pudiera quedar de éste, según el enfoque de ciertos autores. La inclinación paródica se hace evidente en cuentos de Óscar de la Borbolla (1952), Francisco Hinojosa (1954), Rafael Pérez Gay (1957) o Enrique Serna (1959), algunos de los cuales no ocultan su cercanía a clásicos modernos de su propia lengua como los españoles Ramón Gómez de la Serna, Wenceslao Fernández Flórez y Enrique Jardiel Poncela, el mexicano Jorge Ibargüengoitia, el uruguayo Felisberto Hernández o el guatemalteco-mexicano Augusto Monterroso. El interés por lo segundo, el tema urbano, a partir de enfoques que van del realismo descarnado o sucio hasta el tratamiento fantástico de la ciudad, se notará en una parcela muy amplia de la narrativa breve. Aquí habría que destacar desde luego los nombres de Guillermo Samperio (1948), Emiliano Pérez Cruz (1955), Josefina Estrada (1957), Cristina Pacheco (1941), Juan Villoro o Carlos Chimal. Y sobre todo, por el riesgo asumido en la escritura y las singulares formas de acercamiento al tema, las narraciones de autores como Eusebio Ruvalcaba (1951), Fabio Morábito o Ricardo Chávez (1961).
En cuanto al tópico del campo y la provincia, uno de cuyos principales representantes ha sido en México Juan Rulfo, la más significativa es de seguro, en la actualidad, la narrativa desarrollada por Daniel Sada, quien gusta deslizar en su prosa, a través de un trabajo de corte casi poético, profundos enigmas humanos y de lenguaje. Complemento y antítesis del anterior será el asunto de la frontera, abordado recientemente por Carlos Fuentes; pero también, desde el ángulo del narcotráfico, por Federico Campbell (1941) y, desde el humorístico, por Luis Humberto Crosthwaite (1962). El amor y el erotismo, en sus distintos grados de brillo o deterioro, han sido campos de profundo interés entre los narradores y narradoras mexicanos. Desde los acercamientos de un clásico moderno, Alfonso Reyes (1889-1959), hasta los actuales de Juan García Ponce, que abarcan casi toda la segunda mitad del siglo, muchas firmas más han venido convirtiendo esta práctica en toda una tradición. Hoy autores y autoras de muy variadas edades se encuentran en plena productividad alrededor de esta vertiente narrativa. Algunos de los mejores cuentos de Rosa Beltrán, Carmen Leñero, Hernán Lara Zavala (1946), Alberto Ruy Sánchez, Armando Pereira (1950), Ana Clavel, Adriana González Mateos (1961) o Pedro Ángel Palou (1966) abordan el asunto desde perspectivas muy distintas aunque colindantes.
La cuentística mexicana contemporánea es también, repito, más allá del lugar donde se escriba o de los temas que aborde, una manifestación cosmopolita. Juan Rulfo realizó una obra profundamente arraigada en su tierra después de haber leído autores suecos. Arreola, la suya, a partir de lecturas y experiencias francesas. Alfonso Reyes concebiría sus narraciones más personales en el extranjero y en medio de un caudal inmenso de vivencias que para él no eran sino la extensión de un mismo espacio del conocimiento: el mundo completo de la cultura. Y los libros de estos tres autores indispensables en las letras de este país son, incuestionablemente, mexicanos y universales. Escritores como Alberto Ruy Sánchez, Jaime Moreno Villarreal, Francisco Segovia (1958), Vicente Quirarte o Alain-Paul Mallard (1970), igual que sus predecesores, siguen hoy una línea de amplitud cultural, sin cortapisas ni prejuicios. Y gustan por cierto del juego erudito en que la ironía ante los tópicos de una cultura propia y ajena se va dando por el contraste de imágenes plásticas y significados lingüísticos reinventados continuamente.
El enfoque paródico y carnavalesco, en absoluto inocente, de buena parte de la narrativa mexicana breve, estará representado por algunos de los autores ya mencionados. Pero es quizá en la obra de tres escritores con inclinaciones más o menos iconoclastas donde mejor se aprecia el riesgo a que puede llegar este ejercicio experimental, lleno de tradición y siempre nuevo. Sus nombres son Jorge García-Robles (1956), Samuel Walter Medina (1953) y Luis Ignacio Helguera (1962).
El trabajo de los autores mencionados a lo largo de este esbozo no representa la totalidad de la cuentística de interés en México. Esto es más que evidente. En la actualidad otras propuestas luchan por trasmitir una visión propia de este complejo inicio del siglo XXI. Complejo sobre todo en países como México. Escritores y escritoras nacidos en las décadas de los sesenta y setenta, con una obra breve, concluída en algunos casos apenas con las primeras páginas editadas, se abren camino de manera franca o marginal. Nacidos dentro de la crisis política y social más prufunda de la historia mexicana reciente, y quizá por lo mismo autonombrados la Generación Fría o, en una de su variantes, la del Crack, algunos de ellos se han propuesto llevar al extremo ciertas líneas tradicionales en la narrativa mexicana, pero además romper con muchas de las buenas maneras de nuestras letras.
La cuentística mexicana de fin de siglo es por momentos dúctil y suave, aunque puede llegar a ser también amarga e incluso descarnada. Por lo pronto, y eso es lo más atractivo, se manifiesta como un ejercicio en plena evolución, como un trabajo fronterizo dentro de uno y muchos territorios que, con mayor o menor éxito, en la tradición o en contra de ella, ha pretendido minar desde el corazón mismo las formas convencionales. Piezas sueltas dentro del panorama general, pero que manifiestan un cierto espíritu comunitario, algunas de las obras escritas en la actualidad muestran ya ciertas líneas de fuga que podría seguir la cuentística mexicana del futuro.
La cuentística en la red
La selección de cuentos breves e incluso brevísimos que da cuerpo a este sitio, sin ser desde luego exhaustiva, intenta dejar constancia de muchos de los intrereses compartidos por los narradores mexicanos actuales y de sus diferencias también. El poner sobre la mesa las complicidades o las divergencias, muchas veces impensadas, que han existido a lo largo del tiempo entre autores, obras e intenciones quizá ayude a valorar con otra luz ciertos matices expresados entre líneas que hacen de esta narrativa mexicana de mediados, fines e inicio de siglo, repito, cercana a sus raíces ancestrales y contemporáneas así como a la literatura universal, algo distinto y original: una manifestación purista y delicada por momentos pero también violenta, ruidosa y revulsiva en cuanto a forma y contenido.
En fin, esta otra literatura mexicana si algo tiene es que resulta vital y muy difícil de asir. Quizá por eso mismo, y vuelvo al argumento con que se inicia este ensayo, muchas veces ha sido marginada por el peso de los nombres y las proporciones de ciertas obras consideradas ya como clásicos modernos de nuestras letras.
Cabría dejar asentado que con esta forma de elegir los materiales no he pretendido encajonar a los autores según las clasificaciones sino, al contrario, mostrar ángulos diversos aunque siempre emparentados de nuestra narrativa reciente. No he querido apoyarme sólo en cuentos o nombres consagrados ni apostar en la presunta obra por venir de los escritores jóvenes, sino reunir una serie de narraciones por medio de las cuales los escritores y escritoras mexicanos se han expresado sin tapujos dentro de este género que tiene como limitación aparente la brevedad y como reto el vivir dentro de nosotros, lectores, el mayor tiempo posible. Esto último, que no responde a fórmulas perfectas sino al oficio conseguido y al talento manifestado por el escritor, es lo que dará una posible universalidad a la literatura.
En un camino intermedio entre la tradición y la perspectiva del presente y el futuro, los materiales que figuran hoy aquí, como los que seguirán nutriendo este espacio, son el retrato de apenas un instante en la narrativa breve mexicana. Y además, una de tantas visiones probables de la misma. Para tener una idea más completa de este apartado de nuestras letras contemporáneas habría que contrastar la presente con otras muestras de esta cuentística, como las agrupadas en el segundo tomo de la Antología de la narrativa mexicana del siglo XX, de Christopher Domínguez; en Lo fugitivo permanece, de Carlos Monsiváis; en Cuento mexicano del siglo XX, de Emmanuel Carballo; en Jaula de palabras, de Gustavo Sáinz, o en lo seleccionado por Julio Ortega para su antología latinoamericana El muro y la intemperie. Esto permitirá al lector la apreciación de algunos de los muy distintos enfoques que han dado productos particulares, visiones selectivas más o menos arriesgadas frente a nuestra narrativa breve.
Cincuenta años de cuento mexicano incluye asimismo una selección de ensayos sobre el tema, elaborados por especialistas de distintas generaciones e inclinaciones.
Centro de Estudios Literarios
Instituto de Investigaciones Filológicas
UNAM
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