¿Es fácil delimitar la literatura erótica de la pornografía pura y dura? ¿En qué se diferencian el sexo en papel, el sexo en el cine y el sexo en realidad?
Estos son algunos de los puntos G del artículo de Margarita Posada, publicado en Milenio.com. La imagen es de Adezaragoza.
El sexo y la literatura
Es una lástima que algunos hombres sólo puedan acudir a los sistemáticos follones del porno tradicional, en donde las chicas con silicona brincan como si estuvieran en una clase de aeróbicos y gimen como las tenistas.
Les hacen falta un par de ojos más agudos, o acaso unos “ojos de hembra” para notar que la pornografía está en todas partes. No se trata de pordebajearlos, sino de invitarlos a ampliar su panorama.
Hay sexo, por ejemplo, en la literatura. Cobra otras dimensiones porque está “reformulado” con un toque intimista que lo hace mucho más verosímil que la pornografía del común, pero también con un toque de “guarreza” que lo hace mucho más real que una de esas escenas de película hollywoodense, en que los polvos se convierten en videoclips de cuerpos perfectos con bandas sonoras sofisticadas y ambientes a media luz que poco se parecen a los polvos reales de las personas reales.
El sex appeal de la literatura
El buen sexo en papel es de frente, sin luces, sin composiciones estéticas, con la complejidad narrativa y la verosimilitud de la literatura, con mujeres que tienen celulitis y que no son contorsionistas, y con hombres que a lo mejor no son sementales ni se aguantan la eyaculación como Osho manda en su manual de gimnasia sobre el sexo tántrico.
La literatura trata al sexo como un todo y en eso radica su valor: sabe que una buena cogida con alguien también está compuesta de detalles como la complicada desabrochada de un brassier o la bajada poco sensual de unos calzones sin encaje que más bien tienen roto el resorte.
Un texto sexual merece que se le vea como literatura cuando incluye todas esas variables que la desbordada pornografía del común y las escenas decafeínadas y microfiltradas del cine convencional dejan por fuera. Pero también cuando oculta u omite lo que la pornografía convencional no nos deja imaginar.
En papel o en piel, dejémonos de remilgos: SÍ NOS GUSTA EL PORNO, CIERTA CLASE DE PORNO que tal vez no se asemeje al tipo de porno al que hemos accedido pero, al fin y al cabo, porno.
Para unos más sutil, para otros más crudo. Ningún ser humano, hombre o mujer, está exento de que le guste. El problema es identificar qué es porno para cada persona y mantener algo de intimidad al respecto.
Lo dicen los que han ahondado en el tema, como el escritor Andrés Barba (coautor del Premio de ensayo La ceremonia del porno): para que el porno cumpla su acometido de excitar, debe existir cierta privacidad en el asunto.
El placer de las palabras
Aunque la literatura puede guardar esa intimidad, hay algunos detalles de sexo que son indecibles. Es cierto que no hay nada que encienda más que una porquería bien dicha al oído. Pero a veces se cumple eso de que una imagen vale más que mil palabras, por varias razones.
Muchos términos sexuales parecen inventados para designar partes de un carro. Nada más lean esta frase y díganme si no hace sentido: “Era uno de los penes lo que estaba molestando. En el taller me dijeron que había que bajar todo el clítoris para que no se fuera a dañar la vulva, pero el mecánico trajo un glande de palanca y lo bajó sin problemas”.
Hay que ser cuidadoso con las palabras, porque pueden ser un gran afrodisiaco o un despedidor definitivo, tanto en el sexo de verdad como en el de la literatura.
A veces es mejor olvidar esas palabras que buscan nombrar lo innombrable. En ese sentido me declaro partidaria del gíglico de Cortázar, que en el capítulo 68 de Rayuela narra una escena erótica inconmensurable: “Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes…”.
Que tire la primera piedra el que no se excite con esas palabras.
Les hacen falta un par de ojos más agudos, o acaso unos “ojos de hembra” para notar que la pornografía está en todas partes. No se trata de pordebajearlos, sino de invitarlos a ampliar su panorama.
Hay sexo, por ejemplo, en la literatura. Cobra otras dimensiones porque está “reformulado” con un toque intimista que lo hace mucho más verosímil que la pornografía del común, pero también con un toque de “guarreza” que lo hace mucho más real que una de esas escenas de película hollywoodense, en que los polvos se convierten en videoclips de cuerpos perfectos con bandas sonoras sofisticadas y ambientes a media luz que poco se parecen a los polvos reales de las personas reales.
El sex appeal de la literatura
El buen sexo en papel es de frente, sin luces, sin composiciones estéticas, con la complejidad narrativa y la verosimilitud de la literatura, con mujeres que tienen celulitis y que no son contorsionistas, y con hombres que a lo mejor no son sementales ni se aguantan la eyaculación como Osho manda en su manual de gimnasia sobre el sexo tántrico.
La literatura trata al sexo como un todo y en eso radica su valor: sabe que una buena cogida con alguien también está compuesta de detalles como la complicada desabrochada de un brassier o la bajada poco sensual de unos calzones sin encaje que más bien tienen roto el resorte.
Un texto sexual merece que se le vea como literatura cuando incluye todas esas variables que la desbordada pornografía del común y las escenas decafeínadas y microfiltradas del cine convencional dejan por fuera. Pero también cuando oculta u omite lo que la pornografía convencional no nos deja imaginar.
En papel o en piel, dejémonos de remilgos: SÍ NOS GUSTA EL PORNO, CIERTA CLASE DE PORNO que tal vez no se asemeje al tipo de porno al que hemos accedido pero, al fin y al cabo, porno.
Para unos más sutil, para otros más crudo. Ningún ser humano, hombre o mujer, está exento de que le guste. El problema es identificar qué es porno para cada persona y mantener algo de intimidad al respecto.
Lo dicen los que han ahondado en el tema, como el escritor Andrés Barba (coautor del Premio de ensayo La ceremonia del porno): para que el porno cumpla su acometido de excitar, debe existir cierta privacidad en el asunto.
El placer de las palabras
Aunque la literatura puede guardar esa intimidad, hay algunos detalles de sexo que son indecibles. Es cierto que no hay nada que encienda más que una porquería bien dicha al oído. Pero a veces se cumple eso de que una imagen vale más que mil palabras, por varias razones.
Muchos términos sexuales parecen inventados para designar partes de un carro. Nada más lean esta frase y díganme si no hace sentido: “Era uno de los penes lo que estaba molestando. En el taller me dijeron que había que bajar todo el clítoris para que no se fuera a dañar la vulva, pero el mecánico trajo un glande de palanca y lo bajó sin problemas”.
Hay que ser cuidadoso con las palabras, porque pueden ser un gran afrodisiaco o un despedidor definitivo, tanto en el sexo de verdad como en el de la literatura.
A veces es mejor olvidar esas palabras que buscan nombrar lo innombrable. En ese sentido me declaro partidaria del gíglico de Cortázar, que en el capítulo 68 de Rayuela narra una escena erótica inconmensurable: “Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes…”.
Que tire la primera piedra el que no se excite con esas palabras.
Margarita Posada • lalita56@hotmail.com
Yo diferencio entre el porno y lo erótico. No tiene nada que ver. En literatura, la sutileza es mucho más elegante (y excitante). Me quedo con las palabras de Cortázar.
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