Elvira Lindo inicia esta restrospectiva de Antón Chéjov en el momento de su muerte -que tuvo ciertamente visos de comicidad- hasta definir las bondades literarias y humanas del autor ruso, gran influencia para cuentistas de todo el planeta.
(El artículo vio originalmente la luz en el cultural Babelia, aunque yo lo he tomado prestado de la versión digital de Media Isla, imágenes incluidas. (No obstante, he rechazado la imagen de la portada del libro Chéjov, de Natalia Ginzburg, que no es citada en el texto).
POR QUÉ QUEREMOS A CHÉJOV
El último adiós a Chéjov estuvo marcado por un quiebro cómico. Su cuerpo inerte, procedente de un balneario alemán, entraba en la estación de Moscú en un vagón de ostras. Aquellos que le esperaban se equivocaron de muerto y se unieron a la comitiva que honraba a un general, con orquesta incluida
Su amigo, el escritor Máximo Gorki, lamentó que aquella anécdota tragicómica rubricara la vida de quien tanto había huido de la vulgaridad. Cierto, pero también lo es que la melancolía chejoviana está impregnada de ese humor con el que empezó a ganarse la vida, escribiendo historietas cómicas bajo el seudónimo de Antosha Chejonte. Él reivindicó la ironía tanto en los cuentos posteriores como en su teatro, luchando porque los actores interpretaran sin énfasis y sin olvidar que un aliento de comicidad vibra, como en la vida, por debajo de la tragedia. Chéjov no quiso verse nunca a sí mismo en el papel del muerto, sino en el del hombre que observa la comitiva fúnebre y reflexiona: “Mientras a ti te llevan al cementerio, yo me iré a desayunar”. Un tozudo apego a la vida en quien estuvo esquivando el destino fatal de los tuberculosos durante un tercio de la suya.
La muerte de Chéjov en el balneario de Badenweiler ha sido una de las más contadas de la historia de la literatura. Los testigos, Olga Knipper, la actriz que consiguió acabar con su empecinada soltería, el médico del balneario y un estudiante ruso al que Olga pidió ayuda. El doctor, sabiendo que la muerte era inevitable, pidió una botella de champán. Chéjov apuró su copa y dijo, “hacía tanto que no bebía champán”. Se recostó en la cama y cerró los ojos. La ligereza de la escena encajan bien con este hombre dulce, algo distante, “delicado como una muchacha”, como lo definió Tolstói. El escritor Raymond Carver, que tanto debía al cuentista ruso, escribió un cuento, Tres rosas amarillas, en el que se narra esta escena de la muerte. El relato tiene tales visos de realidad que, otra ironía chejoviana, las biografías publicadas con posterioridad al cuento incluyen detalles inventados por el americano.
No es extraña la veneración de Carver hacia el ruso. Se podría afirmar que el país en el que de manera más profunda caló la prosa directa y pura de Chéjov fue Estados Unidos, donde lo prolijo y lo pomposo no gozan de prestigio. La falta de artificio y la nula idealización de los personajes son los pilares de esa plantilla que Chéjov dejó escrita para que sobre ella se escribiera el relato americano. Pero la admiración de los chejovianos hacia Chéjov no se detiene sólo en lo literario. Si Carver escribió sobre la muerte del escritor fue, probablemente, porque llevaba tiempo sumergido en las peripecias de una vida que estuvo marcada, desde su origen, por la rebeldía hacia lo que parece estar escrito sobre un ser humano desde el nacimiento. Chéjov, nieto de un siervo que compró su libertad, tuvo siempre una clara conciencia de que el escritor de clase alta da la libertad por garantizada, mientras que aquel que nace en la miseria ha de ganársela a pulso. Aquel hijo de tendero, tercero de seis hermanos, se convirtió en el cabeza de familia, estudió medicina para acabar practicándola de manera casi gratuita y empezó a ganarse la vida escribiendo de encargo y sin sentirse del todo parte del universo literario.
El héroe chejoviano está lleno de buenas intenciones que se ven lastradas por la torpeza, la inactividad o el destino. Es posible que esa falta de arrojo tuviera una fuente de inspiración en sus hermanos mayores, que malgastaron su talento en el alcohol, y que esa pereza que condena a sus personajes a un destino no deseado fuera la manera en que él, que tanto hizo por transformar su vida, veía a la burguesía rusa: cultos pero ensimismados en una autocrítica estéril. Chéjov no tiene voluntad de explicar el mundo, sin embargo, cuando el lector se entrega a su literatura acaba teniendo la sensación de entender cuál era el estado de ánimo colectivo que precedió a la Rusia soviética. El escritor Vasili Grossman hablaba de la democracia de Chéjov. Se refería a la aspiración de aquel nieto de esclavo por vivir en un país libre, más justo y laborioso. Frente a las ideas absolutas de Tolstói, Chéjov defendía los efectos benéficos de la ciencia y el progreso. ¿Por qué queremos tanto a Chéjov? Porque es el paradigma del escritor moderno, no juzga a los personajes, les deja hablar en su propio lenguaje, concede voz a los débiles, a los niños, a los presos, a las mujeres, o defiende la naturaleza y los animales con una actitud hasta el momento desconocida.
“Lo más sagrado es, para mí, el ser humano, la salud, la inteligencia, el talento, la inspiración, el amor y la más absoluta libertad, libertad de la violencia y la mentira en cualquiera de sus formas. Este es el programa que me gustaría seguir si fuera un gran artista”.
Sin ninguna duda, lo fue.
Elvira Lindo
© Babelia
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