domingo, 4 de julio de 2010

"Los hispanohablantes y la norma lingüística", por Ricardo Soca

Más que interesante este fragmento de la ponencia de Ricardo Soca en el V Congreso Latinoamericano de Traducción e Interpretación, celebrado en Buenos Aires en mayo del presente año. El gran filólogo uruguayo reflexiona sobre dónde están -o deberían estar- los límites de la autoridad de la Academia Española a la hora de dictaminar qué es, en términos lingüísticos, correcto o no. ¿Debemos cuidarnos de utilizar determinadas palabras o expresiones solo porque no están aceptadas por los académicos?  Ricardo Soca nos alumbra el camino.

Recomiendo la lectura de estas líneas a toda persona que esté interesada por  el buen uso del castellano. 

No obstante -y sin ánimo de acritud-, debo señalar que hay algunos gazapos en el texto, algo difícil de entender teniendo en cuenta el contexto para el que fue redactado, amén del lugar donde ha sido publicado (El Castellano.org. La Página del Idioma español.  Intuyo que se trata de una trancripción de la ponencia de Soca no revisada por este. Al final del texto señalo esos gazapos con mis correspondientes correcciones.





Los hispanohablantes y la norma lingüística

Ricardo Soca
Ponencia en el V Congreso Latinoamericano de Traducción e Interpretación

En conversaciones con otros participantes de este Congreso oí a alguien preguntar en los corrillos si al Congreso podemos llamarlo evento, ya que, según el Diccionario de la Academia, un evento es algo imprevisto, de modo que, para una actividad programada, como es ésta, sólo se lo podría usar como vocablo regional en algunos países latinoamericanos que serían los únicos en que rige esta acepción.

Movido por la curiosidad, fui a consultar los corpus de la lengua y pude confirmar, sin sorprenderme, que en realidad evento aparece en el uso con la denotación que aquí le damos, de actividad programada, como acepción principal en casos de prácticamente todos los países, incluso de la propia prensa madrileña y no sólo en Cuba, El Salvador, México, Perú, Uruguay y Venezuela, como dice el diccionario.

O sea que el uso culto mayoritario nos dice una cosa y el diccionario nos indica otra. Esto no es raro, puesto el diccionario, cualquier diccionario, por su propia naturaleza estará siempre dos pasos atrás del uso y un paso atrás de los corpus.

Esto nos lleva a un dilema con el que se deparan los traductores al castellano cada vez que deben entregar un trabajo: el del carácter correcto del español utilizado y el de la necesidad de fundamentar sus decisiones ante el cliente en el caso de objeciones. Como todos sabemos, la traducción, así como la corrección de estilo, no son ciencias exactas; un cliente siempre puede objetar las opciones del traductor o del corrector, por más que sean perfectamente correctas. La preferencia por una palabra o por una expresión será casi siempre opinable, no porque se trate de decisiones equivocadas ni acertadas, sino porque cada uno de nosotros vive la lengua en cierta forma de una manera distinta, por más que las diferencias puedan ser sutiles.

El traductor de nuestra lengua, por la propia naturaleza de su oficio, se siente compelido a buscar un respaldo normativo a sus decisiones y, en estos casos recurrirá casi siempre a las obras de la Academia Española y sus asociadas americanas, más allá del hecho de que estas obras de consulta no siempre estén en condiciones de dar al profesional de la lengua la respuesta que espera con la amplitud que se requiere en un idioma multinacional como el nuestro.

Vamos a ver otro ejemplo. En el Cono Sur, y me atrevería a decir que en casi toda nuestra América Latina, nos suena raro cuando un hablante peninsular se refiere al ratón de la computadora u ordenador. Los españoles podrán decir, con toda razón, que si el aparatito tiene la forma de un ratón, se mueve como un ratón y generalmente tiene un cable que parece la cola de un ratón, nada más natural que llamarlo ratón. Sin embargo, como ocurre con muchos vocablos oriundos de las nuevas tecnologías, los latinoamericanos lo hemos conocido por su nombre inglés, que adoptamos con naturalidad, de modo que a un hablante de estas latitudes, aunque no hable inglés, le resultará más natural llamarlo mouse, y hasta es posible que ratón le suene algo cómico o fuera de lugar, como suele ocurrir con las palabras que nos resultan poco familiares. El plural será, por supuesto, mouses, y no mice.

Por esa razón, si un latinoamericano tiene que traducir esta palabra del inglés, se sentirá desamparado al buscar mouse en el Diccionario de la Academia. El DRAE omite este vocablo aunque sí incluye otros vocablos ingleses que se emplean en España, como beicon, o bacón y puzle, en lugar de la prestigiosa panceta ahumada o el rompecabezas de nuestra infancia. En cambio, en el Diccionario Panhispánico de Dudas, sí aparece mouse... con la recomendación de no usarlo, de dar preferencia a ratón, por razones que no se explican. O sea, si en mi región se llama mouse, cuando yo escribo un texto dirigido a mi país, según el Diccionario Panhispánico llamarlo ratón porque así se usa en otras latitudes. Y las veintidós academias consienten...

Un anglohablante no viviría ningún problema en un caso similar, traduciría de la forma que le pareciera más adecuada al trabajo que está realizando y casi siempre encontraría respaldo normativo en un buen diccionario. Creo que es preciso aclarar aquí que el tema que estoy intentando abordar no es el de la normativa; la vigencia de la normativa y la necesidad de la normativa son incuestionables, de lo que se trata es de cómo debe abordar el traductor el problema de las palabras y expresiones que no están respaldadas por lo que hemos convenido en llamar autoridad lingüística. El tema aquí es el de la actitud de los hispanohablantes y en particular los trabajadores de la lengua ante las Academias, ante la autoridad lingüística, cabe a la Academia Española y sus asociadas. O, dicho en otras palabras, la tensión entre la libertad del hablante y el rigor de la norma.

Hace trescientos años, el marqués de Villena, don Juan Manuel Fernández Pacheco, le propuso al rey Felipe V la creación de la Academia Española, en una tentativa de superar el caos, la disgregación de la lengua que se hablaba en España y en las colonias. Las grafías eran diferentes en Asturias, en Castilla y en Andalucía, había un dialecto en Extremadura, otro en León y una lengua diferente en Galicia. Había por cierto pronunciaciones diferentes y cada escritor tenía su propia ortografía. El idioma se veía amenazado por la disgregación dentro de la propia España, sin hablar de las colonias. Todo parecía indicar que cada uno de aquellos dialectos iría a evolucionar hacia una nueva lengua. Había una necesidad real en aquel momento, y en aquella situación, de implantar una norma bajo el principio de autoridad.

La Real Academia fue creada en 1713 y asumió de inmediato la tarea que Antonio de Nebrija le había sugerido poco más de un siglo antes a Isabel la Católica: unificar la lengua, regular el vocabulario y establecer las normas del castellano. Nebrija tenía muy claro el papel de la lengua como «compañera del imperio», según sus propias palabras a la Reina.

La Real Academia cumplió su tarea en forma espléndida: a lo largo de trece años a partir de 1726 fue entregando en varios tomos sucesivos un trabajo excelente para su época: la primera edición de su Diccionario, que mereció comparaciones muy favorables con otras obras semejantes tanto del español como de otras lenguas europeas. Gracias a esta obra, los escritores españoles del siglo XVIII unificaron rápidamente su ortografía y, tras la elaboración de la primera Gramática española, hacia 1780, la Academia había cumplido con creces las expectativas suscitadas a su fundación. A lo largo de varias décadas, la Gramática del castellano se fue incorporando en las escuelas de España y de las colonias, abriendo el camino hacia este idioma unificado con que contamos hoy gracias a la Academia.

Esa obra magnífica le valió un gran prestigio a la Docta Casa, y un merecido respeto por parte de los hombres de letras y de los formadores de opinión. Y esto permitió el surgimiento de la idea, que no es común con otras lenguas, que sólo existe en el español, de que tenga que haber alguien que nos siga diciendo, hasta hoy, qué es lo que debemos decir y cómo tenemos que hacerlo.

Como consecuencia del gran éxito inicial de la Academia, se instaló la noción de que la lengua española había llegado en el siglo XVIII al ápice de su desarrollo, tocando la perfección, una idea que la propia Academia alimentó en sus primeros años con el lema «Limpia, fija y da esplendor». Los académicos explican hoy que ese lema está superado y que lo mantiene apenas por razones de tradición histórica pero, aun así, la idea de la autoridad, implantada a lo largo de casi trescientos años, sigue viva, sigue muy firmemente presente entre la comunidad hispánica, a veces, parecería hasta que los hispanohablantes la llevamos en nuestros propios genes.

A diferencia de lo que ocurre en otras lenguas, entre quienes hablamos español es frecuente que una discusión termine con un argumento inapelable: «Esto es así o asá porque la Academia Española dice esto o aquéllo» o «esta palabra no se puede usar porque la Academia no la admite». Permítanme aquí una breve cita al académico Manuel Seco, quien en su Gramática esencial del español dice lo siguiente:

La autoridad que desde un principio se atribuyó oficialmente a la Academia en materia de lengua, unida a la alta calidad de la primera de sus obras, hizo que se implantase en muchos hablantes —españoles y americanos—, hasta hoy, la idea de que la Academia «dictamina» lo que debe y lo que no debe decirse. Incluso entre personas cultas es frecuente oír que tal o cual palabra «no está admitida» por la Academia y que por lo tanto «no es correcta« o «no existe».

En esta actitud respecto a la Academia hay un error fundamental, el de considerar que alguien —sea una persona o una corporación—tiene autoridad para legislar sobre la lengua. La lengua es de la comunidad que la habla, y es lo que esta comunidad acepta lo que de verdad «existe», y es lo que el uso da por bueno lo único que en definitiva «es correcto».

Esta sumisión de los hablantes a la autoridad es algo que, hasta dónde tengo información, sólo ocurre de forma tan marcada entre en los hablantes de español. En Inglaterra, la enseñanza de inglés es uno de los rubros más importantes de la economía nacional, pero a nadie se le ocurre decirles a los anglohablantes cuáles son las palabras que realmente existen ni cómo deben hablar. No se rigen por el principio de autoridad. En Estados Unidos, un profesor de inglés jamás le diría a un alumno: «No uses esta palabra, que es incorrecta porque es un españolismo». Los anglohablantes cuando tienen dudas recurren a los buenos diccionarios, que los tienen mucho mejores que los nuestros y confían también en el uso consagrado por los autores más respetados. Los buenos diccionarios de inglés necesitan ser realmente muy buenos para ocupar y mantener el sitial de privilegio que pretenden ostentar ante sus competidores. No son buscados por su autoridad sino por su calidad.

La Academia Española y las academias nacionales están empezando a transitar ese camino, como parecen demostrar las obras que han presentado en esta década, en las que se establece una normativa basada en el uso real de los hablantes y de los autores más respetados. En particular, la Nueva Gramática, con la que la Academia empieza a ponerse a tono con la diversidad y con el cambio lingüístico.

Toda lengua tiene una normativa, tiene un conjunto de reglas que los hablantes aplican aun sin saberlo. Hay un lenguaje adecuado y hay un lenguaje gramaticalmente inadecuado. En La Página del Idioma Español tenemos un consultorio de la lengua, atendido por lingüistas, en el que ya se han evacuando más de 5.000 consultas, pero empleando el criterio de adecuación y no el de autoridad. Lo que quiero decir es que no hace falta una autoridad suprema del idioma para que los hispanohablantes podamos hablar correctamente y mantener la unidad del español.

La función principal de la lengua es comunicar, es transmitir ideas de tal modo que el mensaje sea recibido e interpretado por quien lo recibe con el mismo contenido con que fue emitido. Ésta es la función fundamental. Todo lo demás es accesorio. Si es preciso inventar una palabra que el destinatario pueda entender, si es necesario recurrir a un extranjerismo para transmitir mejor un contenido, es lo correcto, es lo cierto, es lo que tienen que hacer los hablantes y los trabajadores de la lengua. Los diccionarios vendrán después, a incorporar ese uso cuando corresponda.

Un concepto con el que los estudiosos y los trabajadores de la lengua tropezamos con frecuencia es el de la defensa del idioma¸ como si el castellano fuera víctima de ataques de algún enemigo ignoto y fuera preciso defenderlo como si de molinos de viento se tratara. El enemigo, en este caso, es la introducción de "impurezas" en la lengua (sea eso lo que cada uno quiera entender), de la penetración de vocablos de otros idiomas, de la corrupción de la lengua. Todos estos son conceptos ajenos a la Lingüística, una ciencia que sólo reconoce una única ley general que es común a todos los idiomas en todas las épocas históricas: la Ley del cambio. Las lenguas, todas las lenguas, están cambiando permanentemente.

La pureza y la impureza son pues categorías ajenas a la Lingüística pero, si aun así queremos ver nuestra lengua con esos ojos, tenemos que admitir que si hay algo que el idioma castellano no tiene es "pureza" entendida como muchos la conciben, como la pureza de estar libre del influjo de otras lenguas.

Vale la pena recordar aquí de dónde proviene el idioma que hablamos. El español no es otra cosa que un latín con dos milenios de evolución, un latín impuro y corrompido, según los criterios de los puristas. El latín clásico incorporó elementos de los pueblos conquistados por Roma, sufrió cambios principalmente fonéticos en los primeros años de nuestra era y abandonó su carácter de lengua sintética al perder las declinaciones y generalizar el uso de artículos y preposiciones .

Pero además, en la Península Ibérica el latín sufrió una fuerte influencia de los invasores visigodos primero, quienes se integraron rápidamente a la sociedad peninsular, dejando la impronta de su lengua en el latín peninsular. Mucha gente no sabe que nombres tan españoles como Fernando, Rodrigo, Gonzalo o Elvira se derivan de nombres germánicos.

En el siglo VI, la península fue invadida por los árabes que permanecieron allí durante nueve siglos, hasta fines del siglo XV, dejando allí un riquísimo aporte léxico. El romance hispánico y el español recibieron además aportes de otras lenguas europeas, principalmente del francés y del italiano, y más tarde del inglés y, por supuesto, de las lenguas indígenas americanas. El ñandú y el cobayo, el chicle y el tabaco, el chocolate y el maíz son impurezas americanas que se insertaron en el español y que hoy forman parte de su material genético. No nos asustemos entonces, no tengamos miedo a la contaminación cuando una palabra inglesa penetra en nuestra lengua, a veces, porque expresa un concepto para el cual no tenemos un vocablo propio; otras veces, porque el inglés impone sus palabras con la fuerza de su tecnología.

Lo correcto y lo incorrecto son, pues, nociones que varían con los vaivenes del idioma bajo la influencia del cambio lingüístico, vaivenes que no se sujetan a reglas. En el latín vulgar hispánico de la Edad Media se llamó mur cecus (ratón ciego) a un mamífero volador que más tarde, en romance hispánico, evolucionó a murciégalo. Pero alguien que no hablaba muy bien cambió el orden de las sílabas y esta metátesis dio lugar al murciélago palabra incorrecta en su origen, pero es como se llama el animalito en nuestros días en correcto español.

Todos nosotros hemos leído o estudiado en algún momento de nuestras vidas el Poema de Mío Cid y, por medio de él, pudimos tomar contacto con el español que se hablaba hace mil años. Para los puristas, la lengua del Cid era un español "primitivo" que fue evolucionando y perfeccionándose a lo largo de los siglos hasta alcanzar su perfección suma en el siglo XX o en el XXI. Según esta concepción metafísica, el Conde Lucanor, el Quijote, los autores del Siglo de Oro serían fases sucesivas en la evolución de nuestra lengua hasta llegar al español de nuestros días, que algunos consideran la fase definitiva de nuestro idioma, un estado de perfección en el que sólo cabe defenderlo de nuevos cambios.

Pero con toda esta perorata no pretendo estimular a nadie a desdeñar la norma, ni mucho menos acicatear a cada uno a escribir como le parezca. Nada de eso. La norma es un reconocimiento de la existencia de un uso determinado, de un estado de la morfología, de la sintaxis, de la ortografía y de la semántica extraídos del habla real, y de la escritura de un momento determinado.

La norma —la que tenemos—es la descripción, formulada por los lingüistas, del español vivo de hoy; no del de mañana. Muchos usos erróneos, incorrectos, que vemos hoy en la prensa, como por ejemplo la gradual eliminación de los pretéritos del subjuntivo, pueden ser ¿quién sabe? usos correctos dentro de treinta años, o cincuenta o cien....

Y para terminar, vuelvo a lo del comienzo: los trabajadores de la lengua (escritores, traductores, correctores) necesitamos una referencia, un respaldo normativo para justificar nuestras decisiones pero eso no significa atarse de pies y manos a la regla. Los diccionarios vienen detrás del idioma real en un tiempo, en una época, en que la lengua, como la sociedad, se transforma a gran velocidad.

Estemos atentos a la norma, usémosla como referencia, como modelo —que es lo que la palabra norma significó para Cicerón, para Horacio y para Plinio— pero al mismo movámonos al ritmo de las transformaciones de la sociedad, estemos atentos al cambio lingüístico, que siempre precederá a las normas, a las Academias y a los Diccionarios". 

Ricardo Soca

Y aquí van los cuatro gazapos que he encontrado (gazapos de los que nadie se libra, a fin de cuentas).

1. «Esto es así o asá porque la Academia Española dice esto o aquéllo» 
Mi corrección: El pronombre demostrativo neutro "aquello" no lleva tilde de igual manera que no la lleva "esto". 

2. "Esta sumisión de los hablantes a la autoridad es algo que, hasta dónde tengo información [...]".
Mi corrección: el adverbio relativo "donde" no es interrogativo ni exclamativo. No debería llevar tilde en esta frase. 

3. "en el que ya se han evacuando" 
Mi corrección: según lo entiendo, se ha colado el gerundio "evacuando" por  el participio "evacuado".

 4. "Pero alguien que no hablaba muy bien cambió el orden de las sílabas y esta metátesis dio lugar al murciélago palabra incorrecta en su origen, pero es como se llama el animalito en nuestros días en correcto español". 

Mi corrección:  falta una coma después de la palabra "murciélago", que, además, yo pondría entrecomillada (como hago aquí) o en cursivas, como se hace en tantos manuales de gramática. Y cambiaría "al" por "a".


2 comentarios:

  1. Gracias por las correcciones, todas correctas, aceptadas y ya incorporadas al texto, que fue publicado sin revisar.
    Saludos cordiales,
    Ricardo Soca

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  2. Gracias a usted por el comentario y felicidades por su ponencia, que, estoy seguro, será del agrado de los lectores de este blog.
    Un saludo

    Francisco Rodríguez Criado

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