"En 1974 vivía en Lima y una tarde entré en una librería y descubrí al Julio Ramón Ribeyro cuentista. Hasta ese momento no había leído nada de él. Los volúmenes, entonces sólo dos, abarcaban cuentos escritos entre 1954 y 1972, y se titulaban Las palabras del mudo.
¿Por qué este título? -a modo de prefacio se reproducía parte de una carta que Ribeyro había dirigido al editor, explicándolo-; "porque en la mayoría de mis cuentos se expresan aquellos que en la vida están privados de las palabras, los marginados, los olvidados, los condenados a una existencia sin sintonía y sin voz. Yo les he restituido ese hálito negado y les he permitido modular sus anhelos, sus arrebatos y sus angustias".
¿Por qué este título? -a modo de prefacio se reproducía parte de una carta que Ribeyro había dirigido al editor, explicándolo-; "porque en la mayoría de mis cuentos se expresan aquellos que en la vida están privados de las palabras, los marginados, los olvidados, los condenados a una existencia sin sintonía y sin voz. Yo les he restituido ese hálito negado y les he permitido modular sus anhelos, sus arrebatos y sus angustias".
El primer cuento se titulaba Los gallinazos sin plumas. Aves de rapiña incapaces de volar, pensé, es decir, hombres. Y comencé a leerlo allí mismo, de pie junto a una mesa llena de libros.
El cuento se abre con una atmósfera irreal, como una historia de terror: "A las seis de la mañana la ciudad se levanta de puntillas y comienza a dar sus primeros pasos. Una fina niebla disuelve el perfil de los objetos y crea como una atmósfera encantada. Las personas que recorren la ciudad a esta hora parece que están hechas de otra sustancia, que pertenecen a un orden de vida fantasmal".
La gente que deambula por las calles a esa hora, nos hace saber el autor, no parece de carne y hueso, o por lo menos no es tan corriente como la que se puede ver el resto del día: el empleado que va a su trabajo, el ama de casa dirigiéndose al mercado, el guardia dirigiendo el tráfico. Pero un poco más adelante esa descripción de mundo fantástico se quiebra, cambia casi sin transición a una realidad dura y cruel, en el instante en que se menciona la presencia de muchachos que hurgan en la basura en busca de alimentos, de objetos que puedan tener algún valor: los gallinazos sin plumas.
-¡A levantarse! ¡Efraín, Enrique! -dice el viejo Santos, el abuelo-. ¡Ya es hora! Es hora de salir a la calle y rebuscar en los muladares.
A esta altura Ribeyro nos ha ubicado en un mundo de barriadas miserables que nacen generalmente alrededor de las grandes capitales, debido a la gente que llega de las provincias en busca de una vida mejor. O de una vida.
El relato nos cuenta la historia de dos hermanos, Enrique y Efraín, que viven en una chabola con su abuelo. Éste posee un cerdo, y cada mañana obliga a los hermanos a ir a buscar comida para alimentarlo; piensa venderlo cuando esté gordo. Un día Efraín se hiere un pie, y aunque su hermano le ayuda, vuelven con los cubos casi vacíos. Santos, el abuelo -dada su catadura, su nombre no deja de ser una ironía, un recurso que Ribeyro maneja muy bien-, arroja el perro de los chicos al chiquero para alimentar al cerdo. Más tarde, al enterarse, los hermanos atacan a su abuelo, quien cae dentro del recinto donde está el animal, y es a su vez devorado.
Ese mundo de miseria no es otra cosa que la otra cara de una sociedad moderna y civilizada.
Detrás o alrededor de barrios lujosos, tal vez un poco más lejos -parece decirnos el autor-, surge una población de marginados. La narración avanza y nos deja saber "que (los hermanos) llegan a su dominio, una larga calle ornada de casas elegantes que desemboca en el malecón". Pero ellos no son los únicos. "En otros corralones, en otros suburbios alguien ha dado la voz de alarma y muchos se han levantado. Unos portan latas, otros cajas de cartón, a veces sólo basta un periódico viejo". El instinto de supervivencia, exacerbado por la miseria, es tal que todos y cada uno de los chicos que revuelven la basura en busca de comida está reducido a nivel de ave de rapiña. Se trata de sobrevivir a cualquier precio. Junto a un mundo que representa la civilización -la ciudad moderna, pujante-, hay otro que se rige por sus propias normas, casi siempre la ley del más fuerte. El abuelo obliga a sus nietos a salir al amanecer para buscar comida para el cerdo, cuya voracidad no parece tener límite. Cuando Efraín se corta un pie, y más tarde su hermano también enferma, los tacha de gandules, les niega la comida. Su crueldad le lleva a alimentar al cerdo con el perro de los chicos. Este personaje, el abuelo, retratado como un ser deforme -tiene una pierna de palo, y a menudo su regresión a la bestialidad está sugerida por frases como "comienza a berrear" o "lanzó un rugido"- y deshumanizado, tiene su antítesis en el cariño mutuo que une a los dos hermanos. Los tres, sin embargo, parecen ser víctimas del medio ambiente. Los años de pobreza han llevado a Santos a obsesionarse con algún tipo de bienestar económico, en este caso el cerdo que pretende vender. El ansia de conseguir dinero borra su humanidad y termina destruyéndole cuando el cerdo le devora. Irónicamente, lo único que sobrevive al final es el cerdo -a quien ha tratado mejor que a sus propios nietos-, es decir, la ilusoria promesa de prosperidad que éste representa.
Detrás o alrededor de barrios lujosos, tal vez un poco más lejos -parece decirnos el autor-, surge una población de marginados. La narración avanza y nos deja saber "que (los hermanos) llegan a su dominio, una larga calle ornada de casas elegantes que desemboca en el malecón". Pero ellos no son los únicos. "En otros corralones, en otros suburbios alguien ha dado la voz de alarma y muchos se han levantado. Unos portan latas, otros cajas de cartón, a veces sólo basta un periódico viejo". El instinto de supervivencia, exacerbado por la miseria, es tal que todos y cada uno de los chicos que revuelven la basura en busca de comida está reducido a nivel de ave de rapiña. Se trata de sobrevivir a cualquier precio. Junto a un mundo que representa la civilización -la ciudad moderna, pujante-, hay otro que se rige por sus propias normas, casi siempre la ley del más fuerte. El abuelo obliga a sus nietos a salir al amanecer para buscar comida para el cerdo, cuya voracidad no parece tener límite. Cuando Efraín se corta un pie, y más tarde su hermano también enferma, los tacha de gandules, les niega la comida. Su crueldad le lleva a alimentar al cerdo con el perro de los chicos. Este personaje, el abuelo, retratado como un ser deforme -tiene una pierna de palo, y a menudo su regresión a la bestialidad está sugerida por frases como "comienza a berrear" o "lanzó un rugido"- y deshumanizado, tiene su antítesis en el cariño mutuo que une a los dos hermanos. Los tres, sin embargo, parecen ser víctimas del medio ambiente. Los años de pobreza han llevado a Santos a obsesionarse con algún tipo de bienestar económico, en este caso el cerdo que pretende vender. El ansia de conseguir dinero borra su humanidad y termina destruyéndole cuando el cerdo le devora. Irónicamente, lo único que sobrevive al final es el cerdo -a quien ha tratado mejor que a sus propios nietos-, es decir, la ilusoria promesa de prosperidad que éste representa.
Decíamos al principio que hay un contraste profundo entre la calma del amanecer y las actividades que los muchachos desarrollan a esas horas; a medida que el cuento progresa el mundo mágico de "la hora celeste" se va convirtiendo en un cuento de horror, de pesadillas donde sobrevivir es lo único que importa. La inocencia de los hermanos, manifestada por el deseo de encontrar algo valioso, desaparece pronto, no sólo junto a la hora celeste, sino también por la dureza de la vida que han llevado. No otra cosa quiere decir uno de los párrafos finales:
"Cuando abrieron el portón de la calle se dieron cuenta que la hora celeste había terminado y que la ciudad, despierta y viva, abría ante ellos su gigantesca mandíbula". Habían llegado demasiado pronto y a través de una durísima experiencia a la comprensión del mundo de los hombres. Esto me hace pensar que el cuento que comentamos es también una historia de iniciación: los hermanos, aunque sólo sea metafóricamente, han alcanzado la mayoría de edad. Ribeyro es esencialmente pesimista, y sin embargo su visión del ser humano es más bien de desencanto; los personajes que pueblan sus obras -marginados, perdedores, olvidados por la vida- están dibujados con ironía pero también con compasión. La vida del hombre, parece decirnos con cierto escepticismo, es una tragicomedia.
Ribeyro fue uno de los escritores más importantes de la generación del cincuenta de Perú, que dejaba atrás la corriente regionalista que había imperado hasta entonces, para dirigir la mirada hacia la ciudad. Junto a escritores como Oswaldo Reynoso, Carlos Eduardo Zavaleta y otros, creó una tradición de narrativa moderna en el contexto nacional. Hijo de una familia aristócrata venida a menos, fue un testigo lúcido de una sociedad que comenzaba a transformarse, y así lo reflejó en su obra. Sus cuentos nos ofrecen el continuo también pueden ser leídos con un sentido universal: el hombre tiene generalmente los mismos problemas en sociedades similares. Ribeyro participó de un proceso de cambio social que culmina con la modernización de los años cuarenta y cincuenta, y aunque fuera de su país la mayor parte de su vida, reflejan la realidad específica de Perú, aunqueo sólo enjuició el materialismo de la nueva sociedad que iba surgiendo en su país, sino que adoptó también una actitud crítica frente a la inhumanidad del espíritu capitalista que impulsaba dicha modernización".
Gualberto Baña (Montevideo, 1947) es autor de la novela El ordenamiento del orden (Debate).
Fuente: Babelia (El País)
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