miércoles, 17 de febrero de 2010

ESCRITORES QUE COMIENZAN, por Félix de Azúa


Controvertido y nutritivo texto el que aquí ofrezco, extractado del libro Lecturas compulsivas. Una invitación, de Félix de Azúa, que yo recomendaba ayer. ¿El adjetivo "juvenil" es descalificador? ¿Son infames los influyentes escritores norteamericanos? ¿El sexo se ha convertido en un tema compulsivamente recurrente?...

ESCRITORES QUE COMIENZAN, por Félix de Azúa


Con motivo de la Bienal de Barcelona ha pasado por mis manos un buen número de relatos escritos por jóvenes de ambos sexos. El calificativo de “juvenil” es, en nuestro tiempo y seguramente en todos los tiempos, un descalificativo; una manera amable de etiquetar algunos productos y personas como “no totalmente serios”. Lo juvenil pide la tolerancia que antaño se tenía con los ciudadanos afligidos por un retraso intelectual, una malformación o desdichas involuntarias: los huérfanos, las viudas, los paralíticos, los simples. En cuanto esa palabra se instala sobre algo, producto o persona, lo rebaja inmediatamente al rango de lo que no debe ser enjuiciado por sí mismo, sino en consideración a su defecto.
Es un caso similar al del calificativo “nacional”. Cuando un certamen de pintura aparece como pintura “extremeña” o “valenciana”, de inmediato sabemos que lo que debemos juzgar es lo extremeño o valenciano del pintor, no su pintura. La unión de ambos descalificativos, por ejemplo “pintura joven sevillana”, significa la parálisis total del juicio artístico.
Los cuentos de la Bienal, escritos por jóvenes, venían marcados con este defecto, pero en realidad el descalificativo no asumía tanta gravedad. La convocatoria ordenaba que los cuentos hubieran sido escritos por personas “menores de treinta años”. Este criterio de “juventud” es de una notable literalidad. ¿De verdad puede ser joven alguien mayor de dieciocho años? Los criterios legales son desconcertantes: si se puede votar, conducir un coche, recibir condenas de prisión mayor y tener hijos, ¿cómo va uno a ser “joven”? ¿en qué consistiría la madurez, entonces?
De manera que los candidatos que presentaban sus cuentos a la Bienal estaban libres de la descalificación; no eran, en realidad, jóvenes. Casi todos trabajaban desde hacía años, y muchos tenían familia, a juzgar por los informes. Así pues, no había que tratarlos con mayor benevolencia que a un taxista de cuarenta y dos años. Sólo poseían una característica común, y un máximo interés: todos habían nacido después de 1960. Su información inmediata, lo que habían conocido por sí mismos, estaba marcado por una frontera, eso sí, objetiva.
La lectura de un buen puñado de narraciones escritas por hombres y mujeres nacidos después de 1960 ha sido instructiva. Que la selección era selecta, no cabe duda. El premio era lo suficientemente alto como para tentar a los más profesionalizados. Y en literatura, como en todas las artes, el oficio lo es todo.
La literatura no es como la medicina o las finanzas, cuya descomunal remuneración permite que se dediquen a ella muchas personas en absoluto dotadas para la medicina o las finanzas. Un médico o un bolsista no gana más dinero cuanto “mejor” trabaja, sino que siempre gana mucho, aunque lo haga muy mal. Pero la literatura apenas tiene mercado. Caben dos o tres figuras emblemáticas que se enriquecen vendiendo libros, pero nada más; y desde luego nunca llegan a ser tan ricos como los profesionales de la desvergüenza. Así que quien se dedica a la literatura lo suele hacer por obsesión del oficio. Un oficio que a nadie importa una higa. La literatura crea productos innecesarios, superfluos, perfunctorios, pero construidos en libertad y con mucho esfuerzo. No es de extrañar que el oficio esté ya prácticamente extinguido.
En el proceso de extinción, desde las colosales construcciones del siglo XIX que hoy nos dejan estupefactos hasta lo que en la actualidad sabemos hacer, se han ido produciendo derrumbes, como en todos los monumentos a los que el tiempo les devuelve el rostro para mirar en otra dirección. La historia de esos derrumbes es la historia de la literatura contemporánea. Cada nueva hornada de artesanos olvida una técnica, un instrumento, un truco. Las narraciones de los noventa, en términos masivos, también traen sus peculiares rasgos de derrumbe. Su propia ruina.
Es evidente, por ejemplo, el abandono del esfuerzo estilístico. La prosa, en la mayoría de los cuentos presentados, es funciona, directa, de una sencillez periodística, sin voluntad de forma y movida por un impúdico deseo de “comunicar” (¿pero de comunicar qué?). La influencia de los infames narradores norteamericanos, ha arrasado. Pero también se ha impuesto el modelo que por vía libidinal transmite la televisión: escenas breves, rápidas, ambientadas a toda prisa y de cualquier manera, con diálogos que pretenden de mucho impacto y sucesos sorprendentes. El lenguaje, que sufre mucho al moverse en un escenario perfectamente abstracto, recurre entonces a efectos “realistas” con la ingenuidad –pero sin el arte– de los pintores góticos. Los efectos son una imitación fantasiosa de un inexistente lenguaje cotidiano que consiste en una combinatoria libre de “cojones”, “hostia” y cosas por el estilo, típicas de los cineastas españoles, obligados a utilizar un lenguaje “realista” para justificar sus alucinaciones subvencionadas.
Pero lo más sorprendente es la elección obsesiva de un tema limitadísimo. El sexo es, con mucho, el motivo más frecuente. Pero el sexo per se, sin más, como si semejante asunto pudiera levantar algo más interesante que un aparato urinario. También nos sorprendería mucho que el tema obsesivo fuera la gastronomía y todos los narradores se hubieran lanzado a escribir historias “de cómo me comí aquel cerdo” o “menudo fracaso, la liebre aquella”. Pero no; es el sexo lo que domina, seguramente porque presenta menos problemas descriptivos. Describir un banquete es arduo, pero un polvo lo describe cualquiera.
El dinero, en cambio, uno de los más objetivos específicos objetos de toda novela (Jane Austen, Balzac, Dickens, Faulkner son puros tratados de economía), ha desaparecido. Supongo yo que ha desaparecido porque está ya totalitariamente presente en todos los actos de nuestra vida, de manera que ha pasado a ser tan invisible como el aire. El dinero se ha convertido en inenarrable.
Por último, la peripecia se ha desarrollado monstruosamente hasta abarcarlo todo. En ausencia de una moralidad común para narrar, en ausencia de personalidades y lenguajes compartidos, en una sociedad ya por completo masiva y desintegrada, sólo queda el puro acontecer. No el tiempo perdido, ni el tiempo reencontrado, sino el tiempo muerto. Las narraciones, por lo tanto, tienden a elegir peripecias sumamente periodísticas: asaltos a un banco para poder comprar condones, rupturas con el novio tras conocer a un gíbaro reductor de cabezas, asesinato del proxeneta porque impide ver Tele 5, etc. Si recordamos lo propio de los mejores cuentistas (Chéjov, James, Faulkner, Babel, Conrad), ha sido siempre lo contrario, es decir, el suceso apenas perceptible, insignificante, pero cargado como una bomba de relojería, llegamos a la conclusión de que, en efecto, el oficio se adelgaza y va dejando sus bártulos, sus conocimientos, en la cuneta.
Pero este panorama no es desolador. Si reuniéramos todos los cuentos recibidos y los peináramos un poco, podríamos hacer una excelente serie de televisión por capítulos; hasta tal punto son transitivos unos y otros. Eso quiere decir que, consciente o inconscientemente, muchos escritores están pensando ya en una de las derivaciones del oficio, en otro medio que no es el libro, en otro público. Quiere decir también que van a ganar mucho dinero. Pero no este premio. Serán pagados por las cadenas (¡qué excelente palabra!) de televisión. Pero no por esta Bienal.
Los cuentos seleccionados y los ganadores son –como es lógico– aquellos que más alejados se encuentran del modelo antes escrito. Ése ha sido nuestro criterio. Un criterio negativo, y por lo tanto quizás injusto, pero no teníamos otro. Incluso creo que no puede haber otro. Por lo menos, de momento.
Nuestro criterio no debe tomarse como un menosprecio de los candidatos no seleccionados. Muchos de ellos tenían suficiente calidad como para encontrar acomodo en este libro. Pero sólo podíamos incluir a cuatro. Era más bien el abultadísimo conjunto de relatos recibidos lo que desprendía ese tufo familiar a miniserie que me ha parecido interesante resumir. Pero sin el menor asomo de pedagogismo. Muy al contrario: ¡quién supiera escribir para la televisión!


(La Bienal de Barcelona de 1991 organizó un conjunto de narraciones. Actué de juez y éste es el prólogo que presentaba a los ganadores.)





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