Recibo vía Media Isla este interesante artículo de Pedro Pablo Guerrero, publicado en la Revista Mercurio, en el que comenta algunas opiniones del célebre crítico literario Harold Bloom sobre el género del cuento.
El crítico estadounidense, autor de “El canon occidental”, celebra a Henry James y Kafka, pero se muestra duro con Carver, Salinger y Cheever, entre otros.
Por Pedro Pablo Guerrero *
Nadie más escéptico frente a modas, fenómenos y rescates que Harold Bloom. Autor de la estupenda antología Relatos y poemas para niños extremadamente inteligentes de todas las edades, repite como un viejo profeta apocalíptico: “J. K. Rowling y Stephen King son escritores igual de malos, oportunos titanes de nuestra nueva Era Oscura de las Pantallas: ordenadores, películas, televisión”. Y cuando alguien le pregunta si no es mejor leer primero a Rowling y a King para después seguir con Andersen, Dickens y Carroll, Bloom responde con pragmatismo: “Nuestro tiempo aquí es limitado. Lees y relees necesariamente a costa de otros libros”.
Los cazadores de citas polémicas encontrarán un paraíso en Cuentos y cuentistas. El canon del cuento, un libro lleno de perlas como ésta: “Uno no puede mencionar del todo a Cheever entre los modernos narradores americanos de mayor eminencia: Hemingway, Faulkner, Willa Cather, Katherine Anne Porter, Scott Fitzgerald, Eudora Welty o Flannery O’Connor. En cambio, Cheever sí permite una comparación bastante favorable con los autores de segundo orden: Sherwood Anderson, Nabokov, Malamud, Updike, Ozick, Ann Beattie, Carver, la canadiense Alice Munro. Como les pasa a ellos adolece de la originalidad imperecedera de Hemingway y Faulkner, pero Cheever tiene la misma seguridad y el mismo esmero que Nabokov o Updike”.
Carver “sobrevalorado”
Al lado de D. H. Lawrence, al que considera “un escritor de cuentos extraordinario”, del mismo nivel de Turgueniev, Bábel y Joyce, también el autor de “Catedral” queda en deuda. Indulgente, Bloom manifiesta: “Carver, a quien puede que hayamos sobrevalorado, murió antes de ver realizadas las posibilidades aún mayores que su arte encerraba”.
No es menos piadoso respecto del silencio literario de Salinger, a pesar de reconocer su destreza estilística: “O los cuentos tienen valores narrativos o dejan de ser cuentos, y ‘Seymour: una introducción’ fracasa a la hora de ser cuento. Quizá sea esa la razón por la que Salinger abandonó la ficción. Puede que la contemplación sea un modo de ser y de existir muy digno, pero no tiene historia alguna que contar”.
Así es Bloom. Provoca, irrita, saca ronchas, pero deja pensando. Se puede estar de acuerdo o no con el crítico estadounidense, autor del monumental Canon occidental (1994), un libro soberbio en todos los sentidos del término. Sus enemigos de la “escuela del resentimiento”, como llama a los representantes de la crítica cultural, feminista y poscolonial, no han dejado de atacar el eurocentrismo, el machismo y el lugar hegemónico que, acusan ellos, ocupa la literatura en inglés dentro de la jerarquía omnicomprensiva del catedrático de Yale. Compartiendo esas críticas, aunque sea parcialmente, no se puede negar que la erudita perspectiva de Bloom resulta siempre estimulante y, la mayoría de las veces, ponderada. En el caso de Cuentos y cuentistas. El canon del cuento, que ya va en la segunda edición, su editor, Francisco Javier Jiménez, deja en claro que Bloom no proyectó esta obra como un canon, sino como un volumen independiente de Bloom’s Literary Criticism, una colección de crítica literaria en seis tomos, editada por Chelsea House Publishers, dirigida por Bloom, y a la que ha dedicado veinte años de trabajo. Si admitimos que el conjunto de críticas recopiladas es uno de los más importantes publicados hasta la fecha, Jiménez explica por qué se puede considerar a este libro, titulado originalmente Short story writers and short stories, un auténtico “canon del cuento”.
Los treinta y nueve autores reunidos se pueden dividir, según Bloom, en dos tradiciones: la de Kafka y la de Chéjov. La primera fue desarrollada por Borges y continuada, entre otros, por Italo Calvino. Sin embargo, el crítico comprueba que, más de un siglo después de su muerte, el autor ruso continúa siendo el más influyente de todos los cuentistas, a pesar de que en el libro dedica apenas tres páginas al maestro y muchas más a sus discípulos. James Joyce, D.H. Lawrence, Ernest Hemingway y Flannery O’Connor pertenecen a la tradición chejoviana. Aclaremos, eso sí, que para Bloom no se trata de una mera contraposición entre una corriente realista y otra fantástica.
“Aparte de esporádicas alusiones a la técnica literaria, la mirada de Bloom va mucho más allá. Escudriña en los cuentistas no solamente sus genealogías artísticas, sino la visión de mundo que subyace tras sus ficciones. Qué concepto tienen de la vida y, sobre todo, de la muerte. Salen a relucir, entonces, las inclinaciones o tics recurrentes del crítico norteamericano: su interés por contrastar el trabajo narrativo con el individualismo liberal, afirmativo y vitalista de Ralph Waldo Emerson, sobre todo en el caso de los autores norteamericanos y en particular de Edgar Allan Poe. “Emerson, para bien o para mal, fue y es la mente de América mientras que Poe fue y es nuestra histeria, nuestra rara unanimidad en nuestras represiones”, anota Bloom.
Mente, histeria, represiones… ¿Suena familiar? Exacto. Bloom es un buen lector de Freud y el libro está lleno de referencias a su obra. “Más allá del principio del placer” es una de las más citadas. A Bloom lo obsesiona la intuición freudiana de que el objetivo de la vida es la muerte, el Tánatos, ese impulso ciego de retorno al origen: lo inanimado, lo inorgánico, el estado anterior al ser, el viaje a la semilla narrado alguna vez por Alejo Carpentier. Esta percepción nihilista de la vida enlaza con otra de las perspectivas dominantes en el análisis de Bloom: la gnosis. Una visión pesimista y subterránea, que aflora, según él, hasta en los narradores menos conscientes de ella, especialmente en los del Sur norteamericano. Así, a pesar del sincero catolicismo de Flannery O’Connor (1925-1964), el crítico estima que sus sombríos relatos transcurren en el mismo cosmos de La tierra baldía , de Eliot, y Mientras agonizo , de Faulkner: “Este mundo es la versión americana del vacío cosmológico al que los antiguos gnósticos llamaron kenoma , una esfera gobernada por un demiurgo que detenta el lugar del Dios extranjero y que ha exiliado a Dios de la historia y del alcance de nuestras oraciones”.
Pero el gnosticismo ofrece, a pesar de toda su negatividad, un camino de regreso al espíritu. Esperanza de salvación -observa Bloom en el más penetrante de los ensayos de Cuentos y cuentistas- que no existe en Franz Kafka. Su parábola de los cuervos ( kavka es cuervo, en checo) es desoladora: “Los cuervos afirman que un solo cuervo podría destruir el cielo. Eso es indudable, pero no es ninguna prueba contra el cielo, porque cielo significa, precisamente, imposibilidad de cuervos”. ¿Qué quiere decir este enigma de aire jasídico? Tal vez mucho, tal vez nada. La presencia de la Cábala judía en el pensamiento y la obra de Kafka, señalada tempranamente por Gershom Scholem, es puesta en entredicho por Bloom. La escritura de Kafka se resiste a ser descifrada, como sí lo hacen, por difícil que resulte, los textos cabalísticos tradicionales. Escapa a todo intento de interpretación; no hay en ella algo parecido a una clave.
Bloom no lo dice, pero su juicio final sobre Kafka, después de compararlo con Dante y Milton, esboza el cuentista modélico que el crítico tiene en mente: “No creyó en nada y sólo confió en el imperativo de ser un escritor”.
[* Libros, El Mercurio]
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