Baldomero Lillo (1867-1923) |
Tenía dudas sobre el cuento a publicar en esta sección. Podría
haber elegido alguno de Chéjov, Maupassant, Cheever, Marco Denevi o incluso de
Bukowski... Al final he optado por un cuentista desconocido en nuestro país: el
chileno Baldomero Lillo, cuyo nombre yo no había oído hasta que Luis Sepúlveda
lo recomendó en un congreso
de escritores en Extremadura.
El cuento, soberbio, se llama "La compuerta número 12" y
está recreado en una mina chilena, ambiente que Lillo conocía bien: su padre
fue capataz en unas minas de carbón de Lota. El cuento fue publicado en 1906,
en la antología Sub-terra,
y puede leerse, aquí en España, en la tercera edición de Cuentos breves para seguir leyendo
en el bus, editado por Verticales de bolsillo (del grupo Norma), con
selección, prólogo y noticias biográficas de Maximiliano Tomas.
Ya de paso recomiendo este libro, con relatos de algunos de los
mejores cuentistas (Poe, London, Chéjov, Kafka, Saki...), y a un precio
asequible: 6 euros. (Al leer el prólogo me ha parecido entender que este cuento
no está publicado en las dos primeras ediciones).
No voy a desvelar nada sobre el contenido del cuento, pero quiero
alertar al lector sobre un detalle. El padre del niño es descrito como un viejo
("El viejo tomó de la mano al pequeño"), pero su hijo, "su
primogénito", solo tiene 8 años. ¿Cuántos podría tener él? ¿Treinta?,
¿treinta y cinco?, ¿cuarenta?, ¿cuarenta y cinco quizá? Demasiado viejo ya para
trabajar en una mina... En este relato el adjetivo "viejo" no es
cualquier cosa...
F.R.C.
LA COMPUERTA NÚMERO 12
Baldomero Lillo
Pablo se aferró instintivamente a las
piernas de su padre. Zumbábanle los oídos y el piso que huía debajo de sus pies
le producía una extraña sensación de angustia. Creíase precipitado en aquel
agujero cuya negra abertura había entrevisto al penetrar en la jaula, y sus
grandes ojos miraban con espanto las lóbregas paredes del pozo en el que se
hundían con vertiginosa rapidez. En aquel silencioso descenso sin trepidación
ni más ruido que el del agua goteando sobre la techumbre de hierro las luces de
las lámparas parecían prontas a extinguirse y a sus débiles destellos se
delineaban vagamente en la penumbra las hendiduras y partes salientes de la
roca: una serie interminable de negras sombras que volaban como saetas hacia lo
alto.
Pasado un minuto, la velocidad disminuyó
bruscamente, los pies asentáronse con más solidez en el piso fugitivo y el
pesado armazón de hierro, con un áspero rechinar de goznes y de cadenas, quedó
inmóvil a la entrada de la galería.
El viejo tomó de la mano al pequeño y
juntos se internaron en el negro túnel. Eran de los primeros en llegar y el
movimiento de la mina no empezaba aún. De la galería bastante alta para
permitir al minero erguir su elevada talla, sólo se distinguía parte de la
techumbre cruzada por gruesos maderos. Las paredes laterales permanecían
invisibles en la oscuridad profunda que llenaba la vasta y lóbrega excavación.
A cuarenta metros del pique se detuvieron
ante una especie de gruta excavada en la roca. Del techo agrietado, de color de
hollín, colgaba un candil de hoja de lata cuyo macilento resplandor daba a la
estancia la apariencia de una cripta enlutada y llena de sombras. En el fondo,
sentado delante de una mesa, un hombre pequeño, ya entrado en años, hacía
anotaciones en un enorme registro. Su negro traje hacía resaltar la palidez del
rostro surcado por profundas arrugas. Al ruido de pasos levantó la cabeza y
fijó una mirada interrogadora en el viejo minero, quien avanzó con timidez,
diciendo con voz llena de sumisión y de respeto:
-Señor, aquí traigo el chico.
Los ojos penetrantes del capataz abarcaron
de una ojeada el cuerpecillo endeble del muchacho. Sus delgados miembros y la
infantil inconsciencia del moreno rostro en el que brillaban dos ojos muy
abiertos como de medrosa bestezuela, lo impresionaron desfavorablemente, y su
corazón endurecido por el espectáculo diario de tantas miserias, experimentó
una piadosa sacudida a la vista de aquel pequeñuelo arrancado de sus juegos
infantiles y condenado, como tantas infelices criaturas, a languidecer miserablemente
en las humildes galerías, junto a las puertas de ventilación. Las duras líneas
de su rostro se suavizaron y con fingida aspereza le dijo al viejo que muy
inquieto por aquel examen fijaba en él una ansiosa mirada:
-¡Hombre! Este muchacho es todavía muy
débil para el trabajo. ¿Es hijo tuyo?
-Sí, señor.
-Pues debías tener lástima de sus pocos
años y antes de enterrarlo aquí enviarlo a la escuela por algún tiempo.
-Señor -balbuceó la voz ruda del minero en
la que vibraba un acento de dolorosa súplica-. Somos seis en casa y uno solo el
que trabaja, Pablo cumplió ya los ocho años y debe ganar el pan que come y,
como hijo de mineros, su oficio será el de sus mayores, que no tuvieron nunca
otra escuela que la mina.
Su voz opaca y temblorosa se extinguió
repentinamente en un acceso de tos, pero sus ojos húmedos imploraban con tal
insistencia, que el capataz vencido por aquel mudo ruego llevó a sus labios un
silbato y arrancó de él un sonido agudo que repercutió a lo lejos en la
desierta galería. Oyose un rumor de pasos precipitados y una oscura silueta se
dibujó en el hueco de la puerta.
-Juan -exclamó el hombrecillo, dirigiéndose
al recién llegado-, lleva este chico a la compuerta número doce, reemplazará al
hijo de José, el carretillero, aplastado ayer por la corrida.
Y volviéndose bruscamente hacia el viejo,
que empezaba a murmurar una frase de agradecimiento, díjole con tono duro y
severo:
-He visto que en la última semana no has
alcanzado a los cinco cajones que es el mínimum diario que se exige a cada
barretero. No olvides que si esto sucede otra vez, será preciso darte de baja
para que ocupe tu sitio otro más activo.
Y haciendo con la diestra un ademán
enérgico, lo despidió.
Los tres se marcharon silenciosos y el
rumor de sus pisadas fue alejándose poco a poco en la oscura galería. Caminaban
entre dos hileras de rieles cuyas traviesas hundidas en el suelo fangoso
trataban de evitar alargando o acortando el paso, guiándose por los gruesos
clavos que sujetaban las barras de acero. El guía, un hombre joven aún, iba
delante y más atrás, con el pequeño Pablo de la mano, seguía el viejo con la
barba sumida en el pecho, hondamente preocupado. Las palabras del capataz y la
amenaza en ellas contenida habían llenado de angustia su corazón. Desde algún
tiempo su decadencia era visible para todos; cada día se acercaba más el fatal
lindero que una vez traspasado convierte al obrero viejo en un trasto inútil
dentro de la mina. El balde desde el amanecer hasta la noche durante catorce
horas mortales, revolviéndose como un reptil en la estrecha labor, atacaba la
hulla furiosamente, encarnizándose contra el filón inagotable, que tantas
generaciones de forzados como él arañaban sin cesar en las entrañas de la
tierra.
Pero aquella lucha tenaz y sin tregua
convertía muy pronto en viejos decrépitos a los más jóvenes y vigorosos. Allí
en la lóbrega madriguera húmeda y estrecha, encorvábanse las espaldas y
aflojábanse los músculos y, como el potro resabiado que se estremece tembloroso
a la vista de la vara, los viejos mineros cada mañana sentían tiritar sus
carnes al contacto de la vena. Pero el hambre es aguijón más eficaz que el
látigo y la espuela, y reanudaban taciturnos la tarea agobiadora, y la veta
entera acribillada por mil partes por aquella carcoma humana, vibraba
sutilmente, desmoronándose pedazo a pedazo, mordida por el diente cuadrangular
del pico, como la arenisca de la ribera a los embates del mar.
La súbita detención del guía arrancó al
viejo de sus tristes cavilaciones. Una puerta les cerraba el camino en aquella
dirección, y en el suelo arrimado a la pared había un bulto pequeño cuyos
contornos se destacaban confusamente heridos por las luces vacilantes de las
lámparas: era un niño de diez años acurrucado en un hueco de la muralla.
Con los codos en las rodillas y el pálido
rostro entre las manos enflaquecidas, mudo e inmóvil, pareció no percibir a los
obreros que traspusieron el umbral y lo dejaron de nuevo sumido en la
obscuridad. Sus ojos abiertos, sin expresión, estaban fijos obstinadamente
hacia arriba, absortos tal vez, en la contemplación de un panorama imaginario
que, como el miraje del desierto, atraía sus pupilas sedientas de luz, húmedas
por la nostalgia del lejano resplandor del día.
Encargado del manejo de esa puerta, pasaba
las horas interminables de su encierro sumergido en un ensimismamiento
doloroso, abrumado por aquella lápida enorme que abogó para siempre en él la
inquieta y grácil movilidad de la infancia, cuyos sufrimientos dejan en el alma
que los comprende una amargura infinita y un sentimiento de execración acerbo
por el egoísmo y la cobardía humanos.
Los dos hombres y el niño después de
caminar algún tiempo por un estrecho corredor, desembocaron en una alta galería
de arrastre de cuya techumbre caía una lluvia continua de gruesas gotas de
agua. Un ruido sordo y lejano, como si un martillo gigantesco golpease sobre
sus cabezas la armadura del planeta, escuchábase a intervalos. Aquel rumor,
cuyo origen Pablo no acertaba a explicarse, era el choque de las olas en las
rompientes de la costa. Anduvieron aún un corto trecho y se encontraron por fin
delante de la compuerta número doce.
-Aquí es -dijo el guía, deteniéndose junto
a la hoja de tablas que giraba sujeta a un marco de madera incrustado en una
roca.
Las tinieblas eran tan espesas que las
rojizas luces de las lámparas, sujetas a las viseras de las gorras de cuero,
apenas dejaban entrever aquel obstáculo.
Pablo, que no se explicaba ese alto
repentino, contemplaba silencioso a sus acompañantes, quienes, después de
cambiar entre sí algunas palabras breves y rápidas, se pusieron a enseñarle con
jovialidad y empeño el manejo de la compuerta. El rapaz, siguiendo sus
indicaciones, la abrió y cerró repetidas veces, desvaneciendo la incertidumbre
del padre que temía que las fuerzas de su hijo no bastasen para aquel trabajo.
El viejo manifestó su contento, pasando la
callosa mano por la inculta cabellera de su primogénito, quien hasta allí no
había demostrado cansancio ni inquietud. Su juvenil imaginación impresionada
por aquel espectáculo nuevo y desconocido se hallaba aturdida, desorientada.
Parecíale a veces que estaba en un cuarto a oscuras y creía ver a cada instante
abrirse una ventana y entrar por ella los brillantes rayos del sol, y aunque su
inexperto corazoncito no experimentaba ya la angustia que le asaltó en el pozo
de bajada, aquellos mimos y caricias a que no estaba acostumbrado despertaron
su desconfianza.
Una luz brilló a lo lejos en la galería y
luego se oyó el chirrido de las ruedas sobre la vía, mientras un trote pesado y
rápido hacía retumbar el suelo.
-¡Es la corrida! -exclamaron a un tiempo
los dos hombres.
-Pronto, Pablo -dijo el viejo-, a ver cómo
cumples tu obligación.
El pequeño con los puños apretados apoyó su
diminuto cuerpo contra la hoja que cedió lentamente hasta tocar la pared.
Apenas efectuada esta operación, un caballo oscuro, sudoroso y jadeante, cruzó
rápido delante de ellos, arrastrando un pesado tren cargado de mineral.
Los obreros se miraron satisfechos. El
novato era ya un portero experimentado, y el viejo, inclinando su alta
estatura, empezó a hablarle zalameramente: él no era ya un chicuelo, como los
que quedaban allá arriba que lloran por nada y están siempre cogidos de las
faldas de las mujeres, sino un hombre, un valiente, nada menos que un obrero,
es decir, un camarada a quien había que tratar como tal. Y en breves frases le
dio a entender que les era forzoso dejarlo solo; pero que no tuviese miedo,
pues había en la mina muchísimos otros de su edad, desempeñando el mismo
trabajo; que él estaba cerca y vendría a verlo de cuando en cuando, y una vez
terminada la faena regresarían juntos a casa.
Pablo oía aquello con espanto creciente y
por toda respuesta se cogió con ambas manos de la blusa del minero. Hasta
entonces no se había dado cuenta exacta de lo que se exigía de él. El giro
inesperado que tomaba lo que creyó un simple paseo, le produjo un miedo cerval,
y dominado por un deseo vehementísimo de abandonar aquel sitio, de ver a su
madre y a sus hermanos y de encontrarse otra vez a la claridad del día, sólo
contestaba a las afectuosas razones de su padre con un "¡vamos!"
quejumbroso y lleno de miedo. Ni promesas ni amenazas lo convencían, y el
"¡vamos, padre!", brotaba de sus labios cada vez más dolorido y
apremiante.
Una violenta contrariedad se pintó en el
rostro del viejo minero; pero al ver aquellos ojos llenos de lágrimas,
desolados y suplicantes, levantados hacia él, su naciente cólera se trocó en
una piedad infinita: ¡era todavía tan débil y pequeño! Y el amor paternal
adormecido en lo íntimo de su ser recobró de súbito su fuerza avasalladora.
El recuerdo de su vida, de esos cuarenta
años de trabajos y sufrimientos, se presentó de repente a su imaginación, y con
honda congoja comprobó que de aquella labor inmensa sólo le restaba un cuerpo
exhausto que tal vez muy pronto arrojarían de la mina como un estorbo, y al
pensar que idéntico destino aguardaba a la triste criatura, le acometió de
improviso un deseo imperioso de disputar su presa a ese monstruo insaciable,
que arrancaba del regazo de las madres los hijos apenas crecidos para
convertirlos en esos parias, cuyas espaldas reciben con el mismo estoicismo el golpe
brutal del amo y las caricias de la roca en las inclinadas galerías.
Pero aquel sentimiento de rebelión que
empezaba a germinar en él se extinguió repentinamente ante el recuerdo de su
pobre hogar y de los seres hambrientos y desnudos de los que era el único
sostén, y su vieja experiencia le demostró lo insensato de su quimera. La mina
no soltaba nunca al que había cogido, y como eslabones nuevos que se sustituyen
a los viejos y gastados de una cadena sin fin, allí abajo los hijos sucedían a
los padres, y en el hondo pozo el subir y bajar de aquella marca viviente no se
interrumpiría jamás. Los pequeñuelos respirando el aire emponzoñado de la mina
crecían raquíticos, débiles, paliduchos, pero había que resignarse, pues para
eso habían nacido.
Y con resuelto ademán el viejo desenrolló
de su cintura una cuerda delgada y fuerte y a pesar de la resistencia y
súplicas del niño lo ató con ella por mitad del cuerpo y aseguró, en seguida,
la otra extremidad en un grueso perno incrustado en la roca. Trozos de cordel
adheridos a aquel hierro indicaban que no era la primera vez que prestaba un
servicio semejante.
La criatura medio muerta de terror lanzaba
gritos penetrantes de pavorosa angustia, y hubo que emplear la violencia para
arrancarla de entre las piernas del padre, a las que se había asido con todas
sus fuerzas. Sus ruegos y clamores llenaban la galería, sin que la tierna
víctima, más desdichada que el bíblico Isaac, oyese una voz amiga que detuviera
el brazo paternal armado contra su propia carne, por el crimen y la iniquidad
de los hombres.
Sus voces llamando al viejo que se alejaba
tenían acentos tan desgarradores, tan hondos y vibrantes, que el infeliz padre
sintió de nuevo flaquear su resolución. Mas, aquel desfallecimiento sólo duró
un instante, y tapándose los oídos para no escuchar aquellos gritos que le
atenaceaban las entrañas, apresuró la marcha apartándose de aquel sitio. Antes
de abandonar la galería, se detuvo un instante, y escuchó: una vocecilla tenue
como un soplo clamaba allá muy lejos, debilitada por la distancia:
-¡Madre! ¡Madre!
Entonces echó a correr como un loco,
acosado por el doliente vagido, y no se detuvo sino cuando se halló delante de
la vena, a la vista de la cual su dolor se convirtió de pronto en furiosa ira
y, empuñando el mango del pico, la atacó rabiosamente. En el duro bloque caían
los golpes como espesa granizada sobre sonoros cristales, y el diente de acero
se hundía en aquella masa negra y brillante, arrancando trozos enormes que se
amontonaban entre las piernas del obrero, mientras un polvo espeso cubría como
un velo la vacilante luz de la lámpara.
Las cortantes aristas del carbón volaban
con fuerza, hiriéndole el rostro, el cuello y el pecho desnudo. Hilos de sangre
mezclábanse al copioso sudor que inundaba su cuerpo, que penetraba como una
cuña en la brecha abierta, ensanchándose con el afán del presidiario que horada
el muro que lo oprime; pero sin la esperanza que alienta y fortalece al
prisionero: hallar al fin de la jornada una vida nueva, llena de sol, de aire y
de libertad.
[Subterra, 1904]
"Baldomero Lillo
(1867-1923) nació en Chile, en la ciudad minera de Lota, y es considerado uno
de los maestros del cuento de su país. Su padre fue capataz -jefe de cuadrilla-
en las minas de carbón, y Lillo abandonó muy pronto los estudios para ingresar
como dependiente en una de las pulperías de la compañía carbonífera donde él
trabajaba. En 1895 se trasladó a Coronel, donde fue jefe de otra pulpería y, en
sus ratos libres, trabo contacto con la literatura. Tres años después, en
Santiago, consiguió un puesto en la Universidad de Chile gracias a la
influencia de su hermano, que era profesor. Autodidacta, su debut literario
llegó en 1903 cuando ganó un concurso organizado por la Revista
Católica. Poco
después apareció su primer libro de cuentos, Sub-terra, que retrata el
ambiente del opresivo mundo de las minas de carbón. Más tarde publicó Sub-sole (1907),
donde se dedicó a describir la vida de los trabajadores rurales. Su obra se
cierra por la masacre de Iquique de 1907. En 1912 muere su esposa, y Lillo
queda a cargo de sus cuatro hijos. Una tuberculosis pulmonar crónica lo
llevaría a la muerte".
(Fuente de la semblanza: Cuentos
breves para seguir leyendo en el bus).
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