Franz Kakfa y un amigo. Foto incluida en "Kafka. Imágenes de una vida", de Klaus Wagenbach. |
NI KAFKA NI MAX BROD
Francisco Rodríguez Criado
A la vuelta de mi estancia en Brasil me contaron con
todo detalle el asunto de mi amigo M., quien, sintiéndose víctima de un
galopante cáncer de pulmón, le había entregado una pila de manuscritos inéditos
al que entonces era su editor. A mi amigo, en su día un famoso escritor, le
habían hospitalizado por segunda vez en dos semanas y eso, a su juicio, bien
merecía una decisión trascendental.
–Si de
veras me aprecias –le dijo solemnemente al editor al tiempo que una corpulenta
enfermera entraba en la habitación para suministrarle la medicación–, hazme un
favor: quema todos mis manuscritos. No valen nada y no me gustaría, una vez
muerto, verlos publicados por algún familiar desaprensivo.
El editor se preguntó en voz alta cómo podría el
moribundo ver publicados sus trabajos después de muerto. El enfermo, que
empezaba a sentir el efecto adormecedor de los brebajes, obvió el comentario
irónico –no exento de argumentos, todo hay que decirlo– y, agotando sus últimas
energías, consiguió forzar una promesa por parte de su interlocutor de que sus
deseos serían cumplidos. “No temas, que no te fallaré”. En un gesto de
agradecimiento, mi amigo le cogió cariñosamente la mano antes de rendirse al
sueño.
El editor, que demostró ser no un ángel de la
guardia sino simplemente eso, un editor, cumplió su palabra. Esa misma tarde
pasó por el piso de M. y recogió todos sus papeles, que quemó sin
contemplaciones al día siguiente durante la celebración de una barbacoa
familiar. Ni siquiera les echó un vistazo, hacía tiempo que le aburría leer
cualquier frase que viniera firmada por su representado, a quien consideraba off
the record un
escritor sin futuro. (Lo tenía por un escritor malogrado que “ya no aportaba
beneficios a su editorial”). Estaba convencido de que, como había confesado el
propio autor en un momento de debilidad, aquellos manuscritos “no valían nada”.
Pero mi amigo no murió. Para su desazón no era
cáncer lo que padecía sino una molesta aunque reparable pulmonía. En tiempos de
Dostoievski le hubieran recetado unos emplastes y una instancia en la costa
rusa, el último refugio para los personajes de la novela decimonónica. Pero
ahora, gracias a los últimos avances médicos, regresó al mundo sin hacer el
menor esfuerzo por su parte. Había esquivado la muerte sin mirarle siquiera a
los ojos, perdiendo así una oportunidad de oro de alcanzar la posteridad. Nunca
le perdonó al editor aquella infidelidad, un hombre –según quedó demostrado– a
quien no se le puede confiar un último deseo.
“Lo que
más me duele es que mis textos se han echado a perder junto a unas cintas de
lomo y unos choricillos a la brasa”, solía quejarse, malherido.
Mi amigo, como todo artista, se consideraba un
genio. Y había pensado que aquellos folios eran obras maestras que, para
deleite del lector avezado, deberían haber pasado a la imprenta el mismo día de
su muerte. Pero no tuvo suerte. El avaro destino ni siquiera permitió que fuera
impresa la esquela de su defunción.
Estaba furioso. Muy furioso.
–Le digo que queme mis trabajos y los quema. ¡Será
imbécil! Años y años de sacrificio…
–¡Qué quiere! Ni él es Kafka ni yo soy Max Brod –se
defendía el editor en el Gran Casino ante las miradas acusadoras de
distinguidos miembros del mundillo literario y de un busto en bronce de García
Lorca a nuestras espaldas–. ¿Quería o no quería que quemara aquellos folios?
Qué culpa tengo yo si él no se aclara…
Bien mirado, razón no le faltaba al editor. En
cierta manera lo que había hecho mi amigo, sin saberlo, era dejar las ovejas a
recaudo del lobo. Reflexionemos: ¿qué necesidad tenía de un tercero para
eliminar sus escritos cuando él mismo podría haberlo hecho por su propia cuenta
antes de ingresar en el hospital por segunda vez?
El asunto hizo mella en el espíritu de los
tertulianos del Gran Casino, sede oficial de la chismografía cultural local.
Creo –aunque no lo reconozcamos abiertamente– que aquel suceso nos hizo abrir
los ojos. Intuyo que cada uno de nosotros se hizo la promesa, en el hipotético
caso de que alguna vez decidiéramos destruir nuestros manuscritos inéditos, de
enviarlos sin demora a un editor o a algún concurso literario después de
inscribirlos en el Registro de la
Propiedad Intelectual.
Nadie podrá reprocharnos tantas precauciones: quién
sabe si, llevado por un concepto erróneo de la amistad o del deber, algún
advenedizo podría tomarse la libertad de llevar a cabo nuestros más abnegados
deseos.
(Relato incluido en Un elefante en Harrods,
De la Luna Libros, Mérida, 2006).
Oigan, perdone que me meta por aquí sin pedir permiso, pero ese señor que posa sonrientemente al lado de Kafka no es Max Brod, sino un completo desconocido en la orilla de la playa posiblemente de Maryelist... (contrástelo con mejores fuentes, o dejelo estar para que internet siga siendo el hervidero de falsedades y errores más grande la historia, a la mayor gloria de Borges y el mayor descojono aun del propio Kafka.
ResponderEliminarUn saludo.
El texto no me ha gustado pero eso si es ya una opinión muy personal. Lo otro que le digo es un hecho.
En el libro de Klaus Wagenbach "Imágenes de una vida", perfectamente documentado, no se identifica al señor que aparece con Kafka. No se trata de Max Brod, esto aparece solamente en blogs de internet, que como esta nota, no dicen referencia, solo que "es un hecho", pero ¿de dónde sacaron tal hecho?
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