miércoles, 4 de abril de 2012

Relato de Mely Rodríguez Salgado: "La cita"




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Taxi. Fuente de la imagen


"Dentro del habitáculo olía a tabaco añejo, a tapicería apergaminada, a un fondo mohoso y milenario, que estaba tercamente incrustado y saturaba la atmósfera. El hombre apenas musitó unas palabras de cortesía. Se limitó a escuchar en silencio el mensaje de urgencia de la mujer, y, tras darle la dirección, éste asintió con un movimiento de cabeza y se caló aún más la gorra. Un fondo de oscuridad parecía envolverlo, pero, aun así, ella respiró aliviada cuando sintió cómo el coche se ponía en marcha. Yo siempre llego a las citas, escuchó decir al conductor con una voz hueca que pareció retumbar en sus oídos".
M.L.R.


L A C I T A

Mely Rodríguez Salgado 

Se hacía tarde y el taxi no llegaba. Nerviosa, Elsa consultaba el reloj constantemente. No tenía demasiado tiempo. Era su día decisivo, su hora, su momento. Necesitaba como el aire el empleo. Recordó, desconcertada, la urgencia con la que llamó a la central de taxis, aunque, pensó vivamente, habría llamado al primer canalla que hubiera pasado por allí. Frente al hotel, la carretera se curvaba y se perdía a lo lejos, del asfalto empezó a desprenderse un vaho caliente y pegajoso que se iba espesando. Elsa emitió un gemido de desesperación justo en el momento en que vio aparecer entre la bruma los faros de un coche.
Dentro del habitáculo olía a tabaco añejo, a tapicería apergaminada, a un fondo mohoso y milenario, que estaba tercamente incrustado y saturaba la atmósfera. El hombre apenas musitó unas palabras de cortesía. Se limitó a escuchar en silencio el mensaje de urgencia de la mujer, y, tras darle la dirección, éste asintió con un movimiento de cabeza y se caló aún más la gorra. Un fondo de oscuridad parecía envolverlo, pero, aun así, ella respiró aliviada cuando sintió cómo el coche se ponía en marcha. Yo siempre llego a las citas, escuchó decir al conductor con una voz hueca que pareció retumbar en sus oídos.
Lo que siguió después fue una carrera vertiginosa hacia la nada, pues esa era la sensación que Elsa tenía cada vez que el conductor aceleraba, tragándose las curvas sin levantar el pie del acelerador. Mientras, la niebla iba ascendiendo, ocultando los contornos, precipitándose sobre ellos hasta engullirlos en una angustiosa densidad. Pero el conductor, inmutable, seguía pisando con obstinación el acelerador. Elsa se agitaba de acá para allá como un objeto vapuleado con furia. Trató de suplicarle varias veces que redujera la velocidad, pero el terror le impedía incluso gritar, un terror que ascendía desde un fondo siniestro que empezaba a presentir. Varias veces chocó con los asientos delanteros y otras tantas se sujetó con fuerza a estos mismos y cerró los ojos y, entre la nebulosa de la desesperación, cuando terminó de comprender hacia donde la llevaba aquel extraño, consiguió gritarle con desgarro que ya no necesitaba llegar a la cita.
El conductor detuvo el coche. Elsa temblaba con grandes sacudidas. Sintió, de pronto, descender por sus muslos algo ardiente y húmedo, y una arcada manchó su gabardina y la tapicería amarillenta. Quiso buscar, desorientada, el bolso para abonarle el servicio, pero la mano huesuda y descarnada del conductor le indicó con un gesto que no se molestara. Todo era absurdamente angustioso y extraño. Bajó del coche con dificultad. La niebla se había disipado y el sol iluminaba con fuerza los alrededores del hotel. Inconscientemente se fijó en que la ventana de su dormitorio aún estaba abierta, como ella la dejó al partir. Pensó, de manera fugaz, en la cita, en el empleo, y, con un respeto atemorizante, en el conductor, que la acababa de devolver al punto de partida. Se había hecho tarde para llevar a cabo sus sueños de futuro y demasiado pronto para romperlos, pero todo tiene un precio. Tambaleante se giró para darle las gracias, desplomarse y gritar, pero apenas pudo balbucir una exclamación... Dentro del coche, Elsa aún pudo ver cómo la bruma del exterior se había concentrado y envolvía al conductor en una atmósfera irreal. Y entre aquella espesura grisácea, sólo pudo distinguir una dentadura prominente y podrida que le sonreía en una mueca simiesca, y unas cuencas vacías que la miraban con una escalofriante determinación. Enseguida escuchó el motor chirriante del coche alejándose y sintió el vacío helador que dejaba tras de sí.
Elsa se dejó caer sobre la cuneta en completa dejadez. Deseó con lacerante ansiedad que, mente y cuerpo, volvieran a su curso normal, a ese transcurrir vital de cada partícula de su ser ahora atrofiado. No deseaba nada más. Cerró los ojos. Nunca antes había sonreído ni llorado de esa manera, como lo hizo en esos momentos, cuando comprendió que acababa de perder el empleo pero había salvado la vida.
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