viernes, 30 de marzo de 2012

Cuento breve recomendado (193): "Amor a tres bandas", de Luciano G. Egido





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Luciano G. Egido. Fuente de la imagen

“Mi niñez fue la nieve. Siempre nevaba sobre Salamanca y el frío acartonaba las orejas, ablandaba la nariz y trepanaba las rodillas, hasta el tuétano del hueso. El primer recuerdo que asentó mi memoria era una ciudad blanca, ensabanada y helada, traspasada por un viento gélido que enloquecía las veletas de las espadañas de las muchas iglesias, de las torres y palacios que erizaban el horizonte urbano y trastornaban mi cabeza. Mi madre me arropaba con amor y con mantas y coberteras, junto a un brasero débil que apenas llegaba a calentar las pantorrillas, insuficiente para vencer el aire congelado que se metía por las rendijas traicioneras de las ventanas y las puertas mal ajustadas. Los tejados destilaban los carámbanos, como cuchillos afilados, que agredían el paisaje de árboles sumisos y tejados unánimes, bajo la blancura de la nieve inmaculada. Siempre nevaba sobre nuestra pobreza de pan duro y leña escasa, administrada con usura por mi madre, que, para dormirme y hacerme olvidar el frío inhumano de la cama, me contaba la historia de mi abuelo, como si fuera un héroe de antiguas leyendas, invencible, alto como la catedral, fuerte como un tronco de caballos y loco como el Tormes, cuando se salía de madre. Era al mismo tiempo un príncipe dorado, un ogro hirsuto y un caballero andante, incansable y generoso, imprevisible y audaz”.

Luciano G. Egido, La piel del tiempo

AMOR A TRES BANDAS

Luciano G. Egido (España, 1928)

El señor feudal gozaba del derecho de pernada, que le permitía conocer bíblicamente a todas las doncellas del pueblo la noche de su boda. Nunca se cansó de ejercer su privilegio, lo que le había proporcionado una gran experiencia con las mujeres, que nadie podía igualar en la vastedad de sus territorios, y un extraordinario domino en el arte de amar, que las muchachas núbiles le agradecían y los mozos ofendidos le envidiaban. Pero un día, entre las que estaban obligadas a concederle la primicia de su desfloración, se encontró con una pastora que poseía el don de la belleza insólita, una piel de caramelo y en grado supremo el secreto del amor insondable, y naturalmente se enamoró de ella, después de tanta campesina zafia y tanto pingajo con faldas y bisutería de buhonero. El descubrimiento trastornó al señor que se hundió en aquel amor sin fondo, como si fuera un reto a su orgullo desmesurado, que no tenía término ni satisfacción ni hartazgo y que nunca había conocido nada igual. Sin embargo, la muchacha amaba a su esposo, que era tosco, torpe, fuerte y bueno, que la quería con el amor tranquilo de los domingos y el amor generoso de todas las primaveras azules. Durante algún tiempo la recién casada compartió sus deberes matrimoniales con el siervo y la debida obediencia al señor, que la deseaba para él solo, de un modo absorbente y enloquecido. Ella no sabía qué hacer entre el gozo inefable de la sabiduría erótica de las noches del castillo y la adoración sosegada y cotidiana en la humilde cama de su pobre casa, aunque sus dos hombres sí sabían lo que tenían que hacer para acabar con aquella situación insostenible, que agradaba tanto a la pastora como enfurecía a su marido y a todos los hombres del pueblo, asistidos además de otras muchas razones para dejarse arrebatar de la rabia homicida de la rebelión. El mozo, con la ayuda de unos cuantos, urdió la muerte de su amo; pero su señor se les adelantó y mandó que les cortaran la cabeza, porque para algo era señor de horca y cuchillo. Y, entonces, la pastorcita degolló al señor en la cama de sus multiplicados éxtasis, porque no aguantó el abuso de aquella tropelía que la había privado del triángulo mágico de su felicidad y la había dejado viuda en plena juventud y con dos criaturas. El dolor de la doble pérdida se fue apaciguando con el tiempo y remansándose en la contemplación de sus dos hijos, en los que misteriosamente, sobre la base de la belleza materna, se mezclaban en ambos los rasgos de sus dos posibles padres, lo que hacía más dolorosa la memoria del paraíso perdido.
Veinticinco historias de amor y alguna más, Madrid, El Taller del Libro, 2004, págs.17-20.


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1 comentario:

  1. Amor a tres bandas cuenta una historia impresionante, pero hoy me quedo con la pequeña introducción de La piel del tiempo, porque me ha permitido volver a mi infancia próxima a Salamanca y recordar: el sencillo calor del brasero, las rendijas de puertas y ventanas, la cara acartonada por tanto tiempo jugando en la plaza o rompiendo carámbanos puntiagudos.

    Miguel, gracias por darme a conocer a Luciano G. Egido. Voy corriendo a leer algo más de este autor. Estos dos deliciosos aperitivos que hoy nos regalas me han sabido a poco.

    Ana

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