viernes, 25 de febrero de 2011

Relato de Rodrigo Atiliano González: "La caja"



Este relato del chileno Rodrigo Atiliano González G., por momentos metaliterario, está construido a partir de la epifanía que experimenta el personaje-narrador, Maximiliano, una vez que siente el repentino deseo de convertirse en escritor.
Se pueden leer otros relatos de Rodrigo en su blog Relatos de un ciudadano.


LA CAJA
A los 27 años, Maximiliano entendió que debía escribir. Lo   descubrió de golpe, como quien va al baño una mañana y se mira un grano en la nariz, sin mayor sorpresa, pero lo suficientemente notorio para no dejarlo pasar. Había leído de forma regular desde hace un par de años, convirtiéndose en un adulto con más conocimiento literario que el común de su edad. Siempre soñó que algún día escribiría, es cierto, aunque nunca se lo propuso como una forma de vida real hasta ese momento. Desde los 27 años, diría después, empezó a convertirse en
escritor.
Fue la tarde de un martes, el día siguiente a su despido de una empresa distribuidora de productos cosméticos, en que se desempeñaba como el Jefe de Bodega. Tan sólo unas horas antes había botado lágrimas de sus ojos pardos y gigantescos, con la histeria de un niñito de 4 años pidiendo un dulce que se le ha negado para recibir garbanzos, saboreando con asco el fracaso en uno de los mejores trabajos a los cuales un tipo sin mucha preparación podía optar, un sueldo decente y media docena de personas bajo sus órdenes. Las lágrimas hicieron un caminito en su piel pálida y se disolvieron al topar con el comienzo de la línea de su barba,  proceso desagradablemente reiterativo. Para suerte de su orgullo exaltado, nadie lo descubriría en el acto.

No lo vio venir por ningún lado, eso era lo peor. Su jefe directo lo llamó a primera hora y le indicó que tenía muchas quejas del personal dependiente, por el trato déspota y descomedido que Maximiliano tenía hacia ellos. Normalmente sufría de bruxismo al dormir, pero no recordaba haber apretado los dientes con tanta fuerza como aquella mañana. Le respondió que eso no correspondía, que no tenía idea de qué hablaba, le pidió nombres. Su jefe, un tipo que por lo timorato rebasaba lo mediocre, no quiso darle más que el antecedente expuesto, esperando una explicación mínima. Cómo explicar algo que no ha sucedido, pensaba para sí Maximiliano… Aunque sí había sucedido, al menos en la realidad de su superior directo. De un momento a otro, desenfundando una daga en llamas convertida en sobre azul, le dijo que desde ese minuto se prescindía de sus servicios. Tras una mirada antipática entregó en sus manos un finiquito tristemente redactado, bastante precario, rasca de plano, y lo invitó cortésmente a salir de la oficina insípida en que se encontraban.

Entonces llegó la tormenta con huracán y diluvio: explicaciones a su madre por necesitar apoyo económico nuevamente, telefonazo a la noviecilla de turno para demostrarle que no era un fracasado, esconderse de los llamados de sus tíos a medida que se enteraban del suceso, vueltas en la calle pensando qué carajo había pasado, lamentos impotentes surcando su cara. Por primera vez lo echaban de un empleo en el que realmente deseaba estar; había regalado su castidad, y qué haces cuando logras lo que siempre has deseado y te lo quitan de las manos para quemarlo en la basura. Recordaba tantas veces diciéndose  que si alguna vez era Jefe todo sería distinto. Cuando alguien le diera la oportunidad de dirigir, de crear, se comería el mundo, lo devoraría crudo, abriría el cielo con las manos y, cuando menos, hablaría con Dios de tú a tú. Nada de eso sucedió. Lo único que se llevaba de su Jefatura era malas caras, un sobre mezquino, un camote en la garganta y las 2 manos en el trasero. De Dios mejor ni decir. El sueño realizado duró 3 meses.

Una vez su madre le contó que de pequeño asistió a un examen para medir el C.I., saliendo con resultados de capacidad por sobre el promedio en su edad (al menos a los 3 años). Lamentablemente, este sería el primer paso de una vida llena de soberbia hacia sus pares, en que la sobrevaloración de sus propios atributos le hacía difícil las relaciones humanas, con directa proporción al paso de los años. A los 9 era un engreído que denostaba a sus compañeros de curso y buscaba compañía en la tele; a los 15 tenía un único amigo real, con el problema que su amigo no sentía lo mismo hacia él (se terminaron detestando); a los 20 estaba solo y unido a grupos de compañía a través de Chats en Internet; a los 25 ya vivía aparte, en su propia casa y en su propio mundo (arrendados y pequeños, ambos); a los 27 despedido y golpeado, derechamente por cabrón con la gente a cargo. Si ejecutivamente cumplió con creces,  de nada había valido.

Luego de vagar  medio día llegó a su hogar, un departamento estudio en primer piso.  Lavó su cara, secó sus manos, se recostó en el suelo. Había logrado un buen puesto y lo dejó escapar por el carácter infernal que tanto admiraba su sicóloga, creyente acérrima del eneagrama de personalidad, en los cuales el liderazgo y el éxito aparecían muy marcados como paradigma de la vida en Maximiliano, pero absolutamente desproporcionados e incontrolables (palabras de la señora que lo atendía a 14.000 pesos la consulta). Sin embargo, al despertar de un mal sueño en la alfombra de su living, algo fue removido en su mecanismo interno, como una botella de colores incandescentes que de pronto emerge por entre la arena: sin más trámite que ponerse de pie, quiso mirarse a sí mismo desde la derrota.

Quizá a los 27 años se es lo medianamente maduro para reconocer los propios errores, o quizá eran los mismos comentarios que la Sra. Elena, su sicóloga, hacía de él mientras escuchaba el desdén con que se plantaba frente al mundo. Incluso pudo haber sido la alineación zodiacal, algunos apostarán. Esa noche se analizó con la frialdad de un carnicero, durmió nada y fumó mucho, y con el Sol quemando permaneció en su cama hasta las 3 de la tarde del día siguiente.

De pronto sucedió.  Como quien dice agua va, como un granito que nace en la punta de la nariz una mañana, se dijo que sería escritor hasta el final de sus días. Que cualquier otro trabajo, con mucha atención a esto, sería únicamente realizado  mientras lograba vivir de la trascendencia que desde ese día tendrían sus letras. Sonrió.

Tras su contundente revelación, fiel al trastorno obsesivo compulsivo que lo escoltaba desde hace años, y con el que  la Sra. Elena lucraba semanalmente (qué difícil existir pensando que cada día estás a punto de morir, entendió alguna vez, ya nivelado), empezó a divagar sobre las necesidades propias de un escritor de fuste, the man made in yourself, porque el asunto iba en serio.

Lo primero, obviamente, sería la actitud: un tipo que escribe pasará noches en vela con una copa de algo (para él sería la oportunidad de dar rienda suelta a su adicción por la Coca Cola); por esto, necesitaba fumar más para acompañarla. Empezó con un robusto estudio de cuál cigarrillo sería menos dañino para su organismo, manteniendo una buena sensación de relajo con un grato sabor de boca, sin dejarlo pensando que cavaba una tumba por un futuro cáncer de garganta. Invirtió dinero junto a muchas inhalaciones en esta operación, bastante más que el par de cigarrillos regulares que se fumaba de tanto en tanto, y finalmente encontró una marca que quedaría con él como fiel compañera (obviamente light). 

Después vino la necesidad de atrapar pensamientos dignos de la alta literatura que buscaba, cayendo en cuenta que necesitaba a toda costa una grabadora de voz, ojalá con tecnología tal que pudiese transferir al documento en blanco todo lo que él había dictado cuando sintiera necesidad. Por supuesto, luego de un arduo buscar, la encontró en una tienda menor de Sony, y debe decirse que disfrutó como un cachorro con su lengua afuera y meneando la colita todo aquel proceso, desde que la tarjeta de crédito salió de su billetera haciéndole un guiño a la economía de mercado, hasta entregarla radiante al vendedor para comprarla en 12 cuotas precio contado. Ni mencionar que estaba cesante en ese momento, si siempre había deseado un instrumento de ese estilo. El escritor jamás será cesante, se dijo con el corazón repleto.

Respecto a su formación académica, no existía ni de Letras, ni de Artes, ni de nada de nada (su mayor presunción resultaba el diploma de 4° medio). Esta situación fue difícil a nivel íntimo, una real lucha personal contra sus malas decisiones anteriores. Se arrepintió por antiguas carreras estudiadas, ninguna terminada, preguntándose por qué esta iluminación de futuro no llegó cuando aun era lo suficientemente joven, sin necesitar dinero más que para fotocopias y cerveza universitaria. Su madre no toleraría una dependencia al 100% con  la edad de Maximiliano. Adiós carrera de Literatura y Lengua.

Pero esto era distinto. Era cierto. La claridad del presente fue mayor que las tinieblas del pasado: decidió que su formación sería al verdadero estilo clásico, como la de un tipo que le ganó a la vida, quemándose cada día las pestañas de tanto leer literatura, haciéndose un erudito sediento de libros, devorador de páginas. Nunca más sentiría remordimiento por gastar sobre 15 mil pesos por un puñado de páginas con tapa dura. Cómo negarse la plata de su propia educación. Imposible.

Huelga decir que buena parte de su pobrísima indemnización de despido fue  directamente gastada en esta formación autodidacta. Qué gustoso estaba de poder  completar lecturas que se venía restringiendo desde hace tiempo. Al fin acabaría de entender la vida de Frank Bascombe, podría volarse en los sueños de Murakami, estudiar a fondo al genial John Cheever… adentrarse en los laberintos de Thomas Pynchon… ¡¡leer La Broma Infinita!! Era un sueño hecho realidad. Realmente, ser escritor era lo mejor para él. Lo mejor de su vida.

Resulta que todos sus trámites le llevaron alrededor de una semana (con lectura de varios libros entre medio, que tenía pendiente de revisión), y ya era hora de comenzar a escribir personalmente, definitivamente, que es lo que haría de aquí al sueño eterno.

La bajada de bandera la hizo cuando descubrió en Internet un concurso literario cuyo plazo de postulación terminaría en 5 días. Se trataba de un relato corto, menor a 16 páginas, sin técnica particular, de tema libre. No era mucha plata la que pagaban al primer lugar. No importaba. Necesitaba que alguien en este mundo vinculado a las humanidades, al menos una persona, leyera las apolíneas virtudes de su composición. Grande era su ego, cómo no. También su seguridad de triunfar.

Comenzaron las preguntas: ¿Qué escribir? ¿Con qué ganaría ese concurso?  ¿Encontraría la persona exacta para sus fines? ¿Valía la pena el intento o se mantendría al margen esta vez? ¿Realmente la gente que leería su escrito lo entendería? ¿Tenían la formación necesaria? ¿Habían leído tanto como él? ¿Sentían igual a él? ¿Estaban preparados para él? ¿Estaba el mundo preparado para él?

De la nada, toda aquella humildad radiante que tuvo para hacerse un auto análisis, para descubrir una carretera entre las rocas ásperas que siempre recorrió, la maldita justificación de todos los años malgastados, se esfumó en el aire para retomar la verdadera condición, la que tenía C.I. por sobre el resto, la que su sicóloga admiraba con una pasión inusitada. Qué más da, pensó con sorna. La humildad ya hizo lo suyo.

Pensaba inventar algo distinto, innovador, rupturista, creador. Grandioso. Glorioso. Recordó aquella frase que leyó en algún N° viejo de Selecciones del Reader Digest: “hay que ser el primero, el mejor o diferente”. Él eligió ser las tres posibilidades.

Empezó a analizar al escritor que más admiraba en aquel momento: Richard Ford. Había leído las dos primeras entregas de la vida de Frank Bascombe, personaje  del cual se había enamorado profundamente al conocerlo en “El Periodista Deportivo”, y se dispuso a degustar lentamente el último libro de esta saga: Acción de Gracias. Le producía un enorme deleite estudiar en detalle la forma de escribir de Ford. Cada página la analizaba tres veces antes de sumergirse en la siguiente. Leyó y releyó secuencias de los dos primeros libros. Qué bien escribía aquel hombre. Sólo con él podía oler a los personajes. Tocarlos. El escritor sabía lo que narraba. Lo conocía y hacía valer este conocimiento en el libro. Hasta lo agobiante. Hasta la luz y el ocaso.

Maximiliano lo vio. Agobiaba como el mundo. Saturaba como el día. Era delicioso.

Llegó así a la conclusión capital de su futura narrativa: “debes relatar sobre lo que conoces, sobre lo que sabes, sobre lo que entiendes. Debes contar una experiencia. Es la única forma de entrar en este nuevo mundo con seguridad. Si no tienes las herramientas aun, por lo menos logra la seguridad de saber lo que escribes; si ni siquiera sabes de qué hablas,  tu escritura será un infierno, cuando deseas que sea un placer”.  Todo grabado en el aparato Sony.

Con su propio axioma, se decidió a recordar experiencias vividas al pasar de los años, aquellas suficientemente ilustres para ser dignas de plasmar en las 15 páginas necesarias: Alta literatura.

Su vida había sido agria, fea, salada hasta quemar la lengua. Llena de errores, llena de arrebatos, el mirar hacia atrás resucitaba todo lo que creyó enterrado siendo parte de la vorágine del mundo empresarial. Su padre quebrándole la escoba en el cuerpo y dos costillas de su pecho, cuando vivían en una pobreza extrema, se expresaba en la mente de Maximiliano con la luminosidad añeja de un fallecido bajo las velas, haciéndole sentir rabia y amargura en un escalofrío abundante. Lo mismo, al recordar la vez que luchó a muerte con la nueva pareja de su madre, uso de cuchillo mediante, por haberle quitado el amor perfecto de su progenitora “para siempre”. La pateadura que recibió de sus compañeros de curso en 4° medio, después de haberse molestado con un compañero mulato, llamándolo “simio hijo de puta”, le volvió a punzar en los ojos. Ni hablar del día que perdió su castidad con una ramera del sur a los 14 años, el dolor insoportable del frenillo que se cortó, un mar de sangre en las sábanas, el semen que había eyaculado. Se desgarró conmemorando la obsesión de no contagiarse con VIH al entrar a la universidad por primera vez, cuando ni siquiera podía estrechar la mano de sus cercanos por repulsión a los gérmenes que lo matarían en cualquier instante. Un intento de suicidio con gas encerrado en el auto, años más tarde, mientras nadie comprendía su inteligencia “majestuosa” (alguien lo encontró vomitando las tripas). La gente cochina. Los flojos de mierda. Todos eran hechos tan ciertos como la voluntad de escribir, pero no quería convivir con ellos en la hoja en blanco.

La escritura estaba fuera de sus errores y de sus problemas. Por sobre sus demonios. Trascendía sus desahogos. Sus gritos desesperados. Él lo aceptaba.

Maximiliano sabía que no podía volver atrás.

Debía sentir.

Debía sentirla.

Entonces, la reflexión. El esfuerzo.

Entonces, la valentía de meter los pies en la mierda, sumergirse en ella y abrir los ojos. Buscar y buscarse.

El presente es la vida.

Sé valiente y siente, se dijo. Siente tu vida. Siente a la muy perra. Sólo a ella. Maldita.

Fuera tus arrebatos. Tus furias. Encuéntrate. Tu cielo y tu infierno. Estás vivo aún, has sobrevivido.

Golpeó la mesa.

Sobreviví. Sobreviví. Sobreviví. Sobreviví. Sobreviví. Sobreviví.

Empezó a transpirar. Sus ojos parecían a punto de estallar. Relámpagos. Eran relámpagos.

Maximiliano podía comprenderlo. Y podía comprenderse.

A medianoche, con un vaso de Coca Cola y un cigarrillo en la mano, absolutamente solo, mirando por el rabillo del ojo las sombras inmóviles de su pieza, se dirigió allí donde no alcanza la emoción.

Las sensaciones se rajaban.

Las pieles se corrompían.

La carne sangraba en su edén petrificado.

Caminó de a poco a ese lugar sin tiempo. Paso tras paso, a la zona que se ocultó de sus manías y de sus temores.

De su obsesión y de su dolor.

Llegó.

Paso tras paso.

Las sensaciones languidecían para podrirse en la desventura. Hacedor de desventura. Dios.

Reventaba en la vida aquello verdadero. Lo verdadero que nadie sabe.

Lo verdadero que todos sienten.  

Allí.

Esa misma noche, bajo la luz de una vela, comenzó a escribir.

Se acostó desnudo.

Durmió.

A la siguiente mañana, temprano, se acercó al escritorio revuelto de papeles. Tenía en su aliento la resequedad oxidada de varios cigarrillos fumados. Después de mirar el desorden que había dejado, comenzó a leer sus palabras escritas en las páginas. Cuando terminó, en un rápido gesto de manos, dobló el manojo de hojas por la mitad, las amarró con un hilo negro que pilló en su gaveta y metió en una caja este relato.

















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