lunes, 25 de octubre de 2010

Cuando la literatura incita al suicidio

 

La literatura no siempre consigue transmitirle buenas vibraciones al lector. Ojalá. Muy al contrario, algunos libros han promovido entre ciertos lectores acciones nada deseables. El caso más famoso es tal vez el de Las penas del joven Werther, cuya publicación (mezclada con una lectura defectuosa) provocó el suicidio de bastantes jóvenes románticos de la época que padecían, como el personaje de Goethe, mal de amores... Es lo que se  llamó el efecto Werther. 

Pero no es el único libro que ha incitado al suicidio. Sergio Parra  nos cuenta otro caso en esta entrada que publicó en Papel en blanco el 4 de julio de 2010.

                                                   

 

 

El efecto Werther: cuando una novela te incita al suicidio

"Hay novelas que consiguen contagiarnos de alegría, de ganas de vivir, que nos impulsan a propósitos que quizá excedan nuestras habilidades, a alcanzar cumbres remotas, a enfrentarnos a la misma muerte con una sonrisa en los labios.
Otras novelas consiguen justo lo contrario: que abracemos el nihilismo, que miremos al abismo y que el abismo nos devuelva la mirada, que borremos de nuestro código indumentario cualquier prenda de vestir que no sea estrictamente negra. Cosas así.
Pero las novelas, además de su poderoso influjo intelectual y emocional, también pueden ejercer como grandes inspiradores de modas y tendencias, incluso nocivas. Como sucedió con Las penas del joven Werther.
El efecto Werther toma su nombre de la novela de Goethe Las penas del joven Werther, publicada en 1774, una novela muy leída en su día por la juventud, que empezó a suicidarse de formas que parecían imitar la del protagonista. De hecho, las autoridades de Italia, Alemania y Dinamarca la prohibieron por esa razón.
El nombre de este efecto de contagio suicida la acuñó el sociólogo David Phillips en 1974, que demostró que el número de suicidios se incrementaba en todo EEUU durante el periodo transcurrido entre 1947 y 1968 justo al mes siguiente de que apareciera en la primera página del New York Times alguna noticia dedicada a un suicidio.
Pero sin duda el libro que más efectos suicidas produjo en la población lectora fue Euthanasia: The Aesthetics of Suicide (Eutanasia: la estética del suicidio), que escribió James A. Harden-Hickey en 1894 y que incitó a la muerte a muchos lectores. En el libro se describía con sumo detalle técnicas para llevar a cabo el suicidio, incluyéndose 90 tipos diferentes de veneno y hasta 50 instrumentos para darse muerte, así como una gran cantidad de ilustraciones explicativas para su uso.
Años después, el autor también se suicidó, escogiendo como mejor procedimiento la sobredosis de morfina.
Este contagio a través de los medios de comunicación incluso ha obligado al Centro de Control de Enfermedades (CDC) a sugerir cómo deberían publicarse las noticias de suicidios para que no resulten tan potencialmente contagiosas. Por ejemplo, omitiendo todos los elementos personales que pudieran inspirar la compasión del lector. Tampoco se debe sugerir que el suicidio ha contribuido en modo alguno a resolver los problemas del suicida, por ejemplo si el suicidio ha sido suscitado para ajustar cuentas con una mujer adúltera.
En ese sentido, ¿os imagináis un comité censor que determinara cómo deben presentarse las historias narradas en los libros a fin de evitar el contagio de ideas nocivas o el incremento de muerte o dolor?
Tal vez muchas novelas hagan daño. Pero más daño haría en general el determinar qué se puede decir y cómo debe decirse, limitando los movimientos del autor, amordazándolo para evitar que algunas personas salten desde un puente. Porque hay saltos y saltos.
Tal vez las noticias puedan maquillarse para evitar determinado impacto social y emocional. Pero las novelas no son noticias. Las novelas son algo así como ventanas multisensoriales a la vida. Y la vida, lamentablemente, está llena de dolor y sufrimiento, de suicidas, asesinos, pederastas y personajes de similar ralea. Negar eso sería como negar la literatura. Y entonces sólo existiría El mago de Oz.
La libertad comporta efectos secundarios indeseados. Pero ¿estamos dispuestos a pagar el impuesto que supone la falta de libertad a fin de evitar esos efectos? Por mi parte, la respuesta es no. Probablemente, si me quedara en casa, rodeado de algodones y de médicos que chequeran mi salud, mi vida sería mucho más larga y segura. Pero ¿acaso estaría vivo de verdad? Hay vidas que no merecen ser vividas.
Alguien dijo una vez que prefería morir en alta mar que vivir en una cama. Extrapolado al mundo de los libros: prefiero que las letras de un libro me estallen en el cerebro que la tontuna de sus letras acabe por dibujarme una telaraña de babas en la comisura de la boca. Como un paciente lobotomizado.
Y, en todo caso, como también hay libros que nos incitan al suicidio, también los hay que nos hacen reflexionar sobre él o que incluso conciben lugares en los que podemos advertir lo infructuoso de quitarse la vida. Lugares como El Hogar del Suicida, descrito en la novela de Alejandro Casona, Prohibido suicidarse en primavera, que es una especie de sanatorio de almas creado por un doctor que desciende de una familia en la que todos se suicidaban al perder la juventud.
Probablemente no os producirá el efecto Werther. O quizá sí. El riesgo corre por vuestra cuenta. Pero que el riesgo no os impida disfrutarla".

Sergio Parra




 
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