martes, 29 de junio de 2010

Cuando éramos maravillosamente jóvenes, por Francisco Rodríguez Criado


CUANDO ÉRAMOS MARAVILLOSAMENTE JÓVENES

La adolescencia se escribe a menudo en primera persona del plural, y así ha de ser. Entonces éramos jóvenes y escuchábamos Pink Floyd, Supertramp, Iron Maiden, los Stones... Siempre con el rock a cuestas y el pelo largo, sólo creíamos en lo nuestro, que no era gran cosa o lo era todo, depende.

Vivíamos en las salas de billares cuando no estábamos sentados en la última fila de la clase, precisamente la fila de los que no querían estar sentados y mucho menos en una clase. Detestábamos los convencionalismos sociales, el pensamiento ortodoxo y los discursos aburridos y previsibles de nuestros mayores. (¡Ay, con todo lo que había que hacer fuera, en el mundo!) Nos gustaban los cómics, las revistas de música, el cine y, claro, nos gustaban las chicas del Instituto.

Renegábamos de la realidad porque la realidad era fea, tenía los labios vulgares, las caderas anchas y el pelo grasiento. Buscábamos y buscábamos, unas veces para encontrarnos y otras –atrás quedaron algunos amigos definitivamente– para perdernos.

Para ir abreviando, éramos rebeldes e inconformistas, tanto que ni siquiera nos preocupábamos de hacer bandera de ello. Estábamos equivocados aunque teníamos razón. O mejor: estábamos equivocados porque teníamos razón. Nuestros padres, como pasa con los padres de todas las épocas, no comprendían, y así también –porque el choque generacional tiene más de positivo que de negativo –habría de ser.


Pasan los años y la primera persona del plural acaba por mutar a la primera persona del singular. Y ese “nosotros” convulso pasó a ser un “yo” aturdido. Más por resentida que por fea, la realidad puso en evidencia mis carencias, que eran muchas. Se acabaron los billares y se acabó casi todo; el cambio de clima me pilló desnudo bajo la intemperie. Empleos ocasionales, unos malos y otros peores. Dudas sobre el presente y el futuro y la revisión constante, casi obsesiva, del pasado (que ciertamente había sido mejor). La lumbalgia y la faringitis crónicas. La emancipación y con ella las facturas. La eterna sensación de esto-no-es-lo-que-yo-esperaba.


Para compensar llegaron los libros, muchos libros. Henry Miller, Steinbeck, Chéjov, Bellow, Singer, Mrozek, Amos Oz, Saroyan, Carver, los Roth (Henry, Philip y Joseph), Fonollosa, Umbral, Ortega... Leer poesía, que por desconocimiento siempre me había parecido una cursilada. Leer ensayo, obras de teatro, periódicos, diarios. En definitiva, leer y leer, dos verbos que han pasado a ser imprescindibles en mi botiquín de primeros auxilios.


La pérdida de la adolescencia no vino sola. Hubo más: convivir con una mujer y la firme promesa de no volver a caer en ese error. Viajar cuando los escasos ahorros lo permitían. Pactar con la soledad para combatir el miedo. Y en los últimos tiempos: el ordenador, internet o los largos paseos a primera o última hora del día. Pero, por encima de todo, la escritura, ese hallazgo inesperado que tanto me recuerda a aquellas interminables partidas de billar de mi infancia (juego en el que me inicié a los siete años, cuando apenas tenía fuerzas para sostener el taco.) 

Resulta relativamente positivo el inventario, a fin de cuentas. Pero sigo prefiriendo aquellos tiempos en que éramos maravillosamente jóvenes.





(El fotograma pertenece a la película El Buscavidas (1961), dirigida por Robert Rossen e interpretada entre otros por Paul Newman).

2 comentarios:

  1. Sin duda, Fran, es un texto nostálgico con el que muchos nos sentimos identificados. Yo también escuché Pink Floyd, Iron Maiden, The Beatles (ya veo que tú fuiste de Rollings). También evité la última fila de la clase e incluso muchas veces, la clase en general. Comics, futbolín, choque generacional..., y finalmente libros. Sí, también, la pérdida de la adolescencia, las facturas..., y la rutina, eso que nunca conocimos cuando éramos jóvenes.

    Me ha encantado tu texto, aún con el sabor amargo que me deja después de leerlo.

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